«Alimenta al Príncipe»

34 8 58
                                    


D

iez días sucedieron en calma, hasta que el anuncio del Rey se escuchó por todo el pueblo: en dos semanas, los prisioneros de la aldea, serían condenados a la hoguera en un acto público, en la plaza principal.

Soldara recordó a todos aquellos rostros que vio tras las rejas cuando entró al castillo. Esos buenos hombres serían eliminados por el irracional temor del Rey, por su idea absurda de exterminar a todos aquellos que practicaran brujería. Si bien existían, pero no para hacer el mal, las brujas tenían un código; usar sus dones para el bien. En el momento que lo usaran para hacer el mal, su don las abandonaría.

Artea y Soldara se lamentaban por lo que les sucedería a sus conocidos, conscientes de que no podían hacer nada al respecto. En cada calle y callejón, se veían edictos anunciando la ejecución.

La nodriza terminó de alimentar a la bebé y tras girarse un poco en el banquillo en el que estaba sentada, la acomodó en su canasta, ya dormida. Se giró de nuevo, quedando en dirección hacia Artea...

—Bueno, niña. —Estiró su mano—. Dime, quiero saber que ves en mi futuro.

Artea sonrió, se puso en cuclillas frente a Beata, tomó su mano y la posicionó con la palma hacia arriba. Posó la suya sobre la de ella; sus ojos se tornaron rojos y después de dos segundos, asustada, y con rapidez, la retiró.

—Y bien, ¿que viste? —Sus ojos la miraban con ansias y grande curiosidad.

—Por favor, ya no vuelva. —Se levantó bruscamente—. Buscaré a alguien más para alimentar a mi hermana.

—¿Qué? ¿Qué es lo que viste?, dime.—Notó el miedo en la voz de la vidente.

—Estará en problemas si vuelve de nuevo. Buscaré quién pueda ayudarme.

—Bien, yo te escucho —dijo con un deje de obediencia, convencida de hacer caso a su consejo—. Sé quién puede ayudarte. La Reina me ha recompensado con tierras; tierras fértiles y una pequeña casa. Envié a mis dos hermanas ahí, la más pequeña de ellas dio a luz hace un día, pero la cría no sobrevivió.

—Lamento escuchar eso.

—Sí, es muy triste. Pero ella podrá ayudarte, yo me encargaré de que así sea, le hará bien tener una criaturita en sus brazos, la pobre está sufriendo. Le enviaré de inmediato una carta...

—¿Qué esperas? —gritó Báron señalando hacia adelante.

Braco vigilaba la zona de las habitaciones secundarias del Castillo. Caminaba por el pasillo cuando escuchó al Rey, y lo vio yendo en su dirección con Elinar a su lado; ambos se movían con pasos firmes y resonantes. El andar del monarca detonaba una furia incontrolable. Braco intuyó que algo cruel estaba a punto de suceder, no sabía lo que el Rey haría, pero estaba seguro de que no sería nada agradable.

» ¡Abre la puerta! —ordenó el Rey, aun cuando ni siquiera estaban cerca de la habitación.

Braco no se movió. Sin ser su intención, se había detenido justo frente a la puerta en cuestión. Su respiración se hizo pesada, y con un nudo en el estómago, hizo reverencia ante Báron, que seguía acercándose con rapidez. Temió lo que podría presenciar en ese momento, todo su cuerpo se tensó.

—¡Muévete! —dijo Elinar... ¡Lo ordenó!—. ¡Órdenes del Rey!... —Una mueca de placer asomó en su rostro, y se abrió paso entre Braco y la puerta.

Braco retrocedió apenas un par de pasos.

Elinar dio una potente patada a la puerta, pero la resistencia de la madera le devolvió la fuerza con igual intensidad, empujándolo hacia atrás; obligándolo a retroceder un poco, sin llegar a perder el equilibrio. Braco, observaba atento cada movimiento de su primo. Elinar tomó impulso para dar la siguiente patada, dio otra, y otra... Hasta que finalmente la puerta cedió, estrellando su parte trasera contra la pared.

La Bruja y el Dragón doradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora