Prisionero De Cristal I

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En un rincón apartado del mundo, oculto entre densos bosques y montañas impenetrables, se alzaba una mansión envuelta en misterio y sombras. Allí, en una habitación sumida en penumbra, una jaula de cristal brillaba con una luz etérea. Dentro de esa jaula, Anthony, un joven de increíble belleza, yacía prisionero.

Anthony era el hijo de Morgana, una poderosa bruja que lo había confinado desde su nacimiento. Su obsesiva madre no podía soportar la idea de compartirlo con el mundo exterior.

Morgana había conjurado un encantamiento irrompible que mantenía a su hijo aislado, protegido de cualquier amenaza externa. Sin embargo, la jaula de cristal no podía proteger a Anthony de la soledad ni de sus propios anhelos.

Anthony se encontraba en su jaula de cristal, una prisión tan transparente como infranqueable. Las horas se deslizaban lentamente, cada una más pesada que la anterior.

Los rayos del sol entraban a través de los altos ventanales de la habitación, iluminando su delicado rostro, pero no lograban calentar su espíritu. Desde niño, había conocido el mundo solo a través de las historias de su madre y las pocas vistas que le ofrecía la mansión. Sus días eran una rutina interminable de silencio y soledad.

Cada noche, cuando las sombras se alargaban y el silencio se volvía ensordecedor, Anthony miraba al cielo a través del cristal, buscando respuestas en las estrellas. En esos momentos, su anhelo de libertad se hacía insoportable.

Se imaginaba corriendo por campos abiertos, sintiendo la brisa en su rostro, escuchando el canto de los pájaros y riendo con amigos que nunca había conocido.

—Madre —susurraba al vacío, sus ojos llenos de lágrimas— por favor, déjame salir. No soporto esta soledad.

Morgana, sin embargo, rara vez respondía a sus súplicas. Cuando lo hacía, su voz era fría y distante, como si Anthony no fuera más que una pieza valiosa que debía protegerse a toda costa.

—El mundo exterior es peligroso, Anthony. Te he criado para mantenerte a salvo, no para exponerte a los horrores que acechan allá afuera.

Anthony bajaba la cabeza, su corazón latiendo con desesperanza. Sabía que discutir con su madre era inútil, pero no podía evitarlo. Su deseo de ser libre era más fuerte que cualquier temor.

Una tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse, Anthony se armó de valor y llamó a su madre con más insistencia.

—¡Madre! —gritó, sus manos golpeando el cristal— Por favor, te lo suplico, no puedo vivir así. Necesito ver el mundo, sentirlo, vivirlo. ¿Por qué me mantienes prisionero?

Morgana apareció en la habitación, su presencia majestuosa e imponente. Sus ojos, que antaño eran cálidos, ahora parecían dos pozos oscuros llenos de una determinación inquebrantable.

—Anthony, todo lo que hago es por tu bien. —Su voz era un susurro que se extendía como un eco por la habitación— No entiendes los peligros que acechan. Este es el único lugar donde estarás a salvo.

—Pero madre, esto no es vivir —respondió Anthony, su voz quebrada por la desesperación—. ¿Qué sentido tiene la vida si no puedo ser libre? ¿Qué sentido tiene estar a salvo si estoy solo y prisionero?

Morgana se acercó a la jaula, sus dedos rozando el cristal. Por un momento, una chispa de compasión cruzó sus ojos, pero fue rápidamente reemplazada por una determinación férrea.

—Es suficiente, Anthony. Esta discusión ha terminado. Debes aceptar tu destino y punto.

Con esas palabras, Morgana se alejó, dejando a Anthony en la misma soledad abrumadora de siempre. El joven se desplomó en el suelo de la jaula, su cuerpo temblando por el llanto silencioso. Las estrellas comenzaron a brillar en el cielo nocturno, testigos mudos de su sufrimiento.

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