Capítulo 13: La Fiesta de los Psicólogos

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El aula especial parecía sacada de un episodio de Los Simpson, con todos nosotros, los problemáticos, reunidos como si fuéramos un grupo de alcohólicos anónimos. Pero en lugar de botellas vacías y confesiones de sobriedad, teníamos mochilas rotas y corazones llenos de resentimiento. La razón de esta peculiar reunión era justificar el millonario salario de los psicólogos traídos por el nepotismo rampante de nuestra corrupta directora.

El ambiente estaba cargado de un aire de resignación, mezclado con la expectativa de una comedia involuntaria. Los psicólogos, con sus sonrisas forzadas y aires de superioridad, parecían personajes sacados de una telenovela de mala calidad. Comenzaron pidiéndonos que compartiéramos nuestros miedos y las razones detrás de ellos.

El desfile de confesiones era un triste espectáculo: miedos al fracaso, a la soledad, a los monstruos bajo la cama que, en realidad, eran solo reflejos de nuestros crueles padres. Según Freud, todo estaba en el subconsciente, y no podía evitar pensar en cómo esos adultos con título se ganaban la vida escuchando nuestras tragedias.

Cuando llegó mi turno, no pude evitar sentir una mezcla de rabia y diversión. La noche anterior, me había preparado leyendo mi libro de cabecera, "El arte de insultar", y había decidido que era hora de sacar a relucir los trapos sucios de estos supuestos profesionales. Había investigado en internet y, como siempre, la red no olvida.

Encontré videos de uno de los psicólogos, grabados años atrás, en los que amenazaba con desvivirse desde un noveno piso por un amor tóxico de una compañera de carrera. La tragicomedia de su vida amorosa se desarrollaba como una mala película: terminaron en Navidad, volvieron en Año Nuevo y para San Valentín, el tipo ya estaba considerando el vuelo sin escalas al pavimento. Sus llantos y lamentos, dignos de un niño ricachón, solo me hacían reír. Nada más divertido que ver a alguien con problemas de primer mundo desde la perspectiva de un latino tercermundista.

Así que, decidido a burlarme, propuse una dinámica actuada. Imité su video de llanto por su novia que se fue de vacaciones a Puerto Rico sin él. Fue una actuación tan precisa que el psicólogo parodiado quedó conmocionado y su inepta compañera aún más incrédula. Comenté conocer a alguien similar y, para más absurdo, mencioné el nombre de la bandida que se fue con un negro, lo que desencadenó una reacción visceral en el pobre tipo. Freud estaría orgulloso de mi habilidad para desenterrar traumas escondidos.

La psicóloga se interesó aún más en mí por mi inusual actitud y la nula atención que le presté. Parecía que querían que dijera "mi verdad", aunque ya lo había hecho y seguían incrédulos. Me di cuenta de que, para que me hicieran caso, tendría que hacer algo a lo grande, al estilo de los tiroteos escolares que siempre aparecen en las noticias gringas. Lástima que aquí, conseguir un arma es imposible. Así que, como todos los adolescentes deprimidos en Latinoamérica, solo me quedaba vivir con una depresión perpetua o desvivirme.

Volví a casa, al basurero que llamo hogar, a ver al borracho inútil de mi padre y a la vieja con Diógenes que me parió. Me preguntaba qué horrenda preparación habrían hecho para cenar. Al abrir la puerta, el olor a basura y licor barato me golpeó como una bofetada. La cena, si se le podía llamar así, consistía en restos recalentados de algo irreconocible.

Mis padres, más sobrios que de costumbre, me miraron con una mezcla de desconfianza y desprecio. No dije nada. Solo me dirigí a mi habitación, cerré la puerta y me dejé caer en la cama. Las lágrimas quemaban mis ojos, pero me negaba a llorar. Había aprendido a endurecerme, a no mostrar debilidad.

A la mañana siguiente, en la escuela, el rumor de mi actuación en la sesión de psicología se había esparcido como un incendio forestal. Los comentarios iban desde la admiración hasta el desprecio. Algunos me llamaban héroe, otros, un loco. No me importaba. Al menos, por una vez, había dejado una marca, aunque fuera pequeña y efímera.

La directora, con su cara de perpetua insatisfacción, me llamó a su oficina. Sabía que no sería una charla amigable. Entré, con la misma actitud desafiante de siempre. Ella comenzó con su discurso habitual sobre la importancia del comportamiento adecuado y el respeto a la autoridad. Bla, bla, bla.

"¿Tienes algo que decir en tu defensa?" me preguntó finalmente.

"Sí", respondí. "Si van a contratar psicólogos, al menos consigan unos que no tengan más problemas que nosotros."

Su cara enrojeció y, por un momento, pensé que iba a explotar. Pero se limitó a suspirar y me despidió con un gesto de la mano. Salí de la oficina sintiéndome extrañamente liberado. Había algo poderoso en decir lo que pensaba sin miedo a las consecuencias.

Esa tarde, en la clase de filosofía, nuestro profesor drogado continuaba con sus delirantes disertaciones sobre Schopenhauer y el pesimismo filosófico. Esta vez, hablaba sobre la "ética del desapego". Decidí escuchar con más atención. Tal vez, en el fondo, había algo útil en sus palabras.

Schopenhauer decía que la moderación, la compasión y la contemplación desinteresada eran las cualidades más nobles a las que podía aspirar un individuo. Mientras el profesor hablaba, me preguntaba si realmente era posible alcanzar tal estado de desapego en medio de tanto caos y sufrimiento.

De regreso a casa, me crucé con algunos de los otros "problemáticos". Hablamos de nuestras vidas, nuestras familias y nuestros sueños rotos. Compartir nuestras historias nos hacía sentir menos solos, menos atrapados en nuestras propias pesadillas.

Esa noche, al acostarme, pensé en las palabras del profesor y en mi propia búsqueda de sentido. Tal vez, después de todo, había una manera de encontrar paz en medio del absurdo. Tal vez, la clave estaba en aceptar la realidad tal como era y encontrar fuerza en nuestra propia capacidad de resistir y sobrevivir.

Mientras me deslizaba en el sueño, me prometí a mí mismo que no me rendiría. Seguiría luchando, seguiría buscando alguna motivación para continuar, sin importar cuántas veces cayera. Porque, al final, la verdadera fuerza no estaba en evitar el dolor, sino en encontrar la manera de seguir adelante a pesar de él. O algo así dicen los estoicos.

Y así, con el corazón lleno de esperanza y determinación, cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño, listo para enfrentar otro día en este absurdo, pero fascinante, teatro de la vida. Lastima que solo tuve una pesadilla digna de un cuento de Lovecraft, una siniestra raza de hongos inteligentes se apoderaría de la humanidad,  creo que si sigo con estas pesadillas y colapsos mentales,  terminare como un escritor de pelo largo y barba chistosa. 

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⏰ Última actualización: May 30 ⏰

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