II

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Había memorias que parecían distantes. Eran como fotografías desgastadas que la luz se comía, borrando detalles, rostros y lugares. El tiempo era cruel pero sabio a la vez y los remanente de esas memorias conservaban una belleza inocente e impoluta que Marta narraría con ferviente orgullo porque ¿cuáles eran las probabilidades de conocer al amor de su vida mucho antes de saber qué era el amor o qué significaba la vida?

Marta tenía ocho años cuando le vio por primera vez. Hacía calor pero los veranos de Toledo siempre eran así, calurosos, aburridos, solitarios. Era cuando Marta veía con recelo cómo Jesús, Joaquín y Valentín jugaban bajo pleno rayo de sol a los bandoleros y piratas, o cómo Andrés y Luis se acomodaban bajo la copa de un árbol para dibujar y recolectar flores.

Su madre nunca fallaba en invitarla a integrarse a las actividades de los niños pero Marta, la princesa de la casa, la de las buenas maneras, no consideraba correcto ensuciar sus vestidos con fango y, ciertamente, no disfrutaba de cómo el sol irritaba su piel blanca y delicada y, mucho menos, ser el festín de los mosquitos que rondaban el río.

No. Marta era la niña de los ojos de su padre y ese era un título que se esmeraba en cuidar, por lo que se solía recluirse en su habitación para leer o imaginar historias que plasmaba en papel y que servían como una manera de volar lejos.

Al menos hasta la hora del almuerzo.

Marta miró el reloj despertador de Hello Kitty que tenía en su buró cuando su estómago se quejó por falta de alimento. Un suspiro de decepción salió de su boca al saber que nadie se tomaba en serio la puntualidad y ella tendría que ser la voz de la razón.

La casa estaba en silencio e intuyó que sus hermanos y primos seguían perdidos en su mundo, así que, con paso firme se dirigió a los dominios de su madre, la cocina.

- Adela, es preciosa. Mira esas mejillas. Me la comería a besos.

Marta se asomó a la cocina con cautela, concluyendo que quizás lo que sucedía ahí era un secreto por la manera en cómo su tía Digna cuchicheaba.

- Isidro debe estar enamoradísimo.

Catalina y Digna estaban pegadas hombro a hombro, obstaculizando la vista de Marta, quien rápidamente se sintió curiosa por ese algo que la ama de llaves que conocía de toda la vida tenía en brazos.

- Lo está, doña Catalina, y es un milagro para nosotros. Pensamos que nunca podríamos concebir y Dios nos mandó este regalo.

- ¿Puedo cargarla? -Preguntó Digna con timidez.

- Claro.

Y por fin Marta pudo ver la razón por la que su madre se había olvidado del almuerzo: un bebé que Adela acomodó en los brazos de su tía con extremo cuidado y que Digna automáticamente comenzó a mecer de un lado a otro.

- Mira que eres despierta.

- Marta, ¿qué haces escondida ahí? -La voz de Catalina llamó la atención de la pequeña-. Ven. Acércate a conocer a la hija de Adela e Isidro.

Era una costumbre de Marta alisarse el vestido antes de conocer a alguien y, aunque ese alguien fuera un bebé, Marta era una niña refinada y de buenas maneras.

Digna se inclinó un poco para que su sobrina pudiera ver a la bebé y lo primero que notó fue el color gris de sus ojos. Por experiencia con su hermano Andrés, sabía que ese color era temporal y que, con el tiempo, cambiarán de color. Aún así, el bebé tenía una mirada avispada, curiosa, alerta.

- ¿Cómo se llama?

- Serafina.

- ¿Por qué elegiste ese nombre?

Destellos de mi Vida ContigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora