V

1.8K 113 21
                                    


El reloj marcaba las ocho y veinte de la mañana cuando Marta por fin se presentó en la sala de juntas, donde sus hermanos, Andrés y Jesús, le esperaban incómodos por haberse visto obligados a charlar sobre nada en particular.

— Lamento la tardanza.

Marta se quitó la gabardina y tomó su lugar a la derecha de su hermano mayor, cuyos ojos le fulminaban.

— Está bien, Marta. Jesús y yo hemos aprovechado estos minutos para ponernos al día. —Respondió Andrés con una sonrisa conformista, lo que le indicó a la rubia que la charla había sido todo excepto agradable.

— Habla por ti. —Refunfuñó Jesús—. La puntualidad siempre ha sido tu carta de presentación y estas tardanzas no son propias de Marta de la Reina, quien siempre es la primera en llegar y la última en irse.

Marta rodó los ojos con fastidio. Era claro que su hermano no se lo dejaría fácil y aprovecharía la oportunidad para reprenderla como si estuviera tratando con su pequeña hija.

— No sé si no le sepas pero no soy un robot que está a la disposición de esta empresa veinticuatro siete. Tengo una vida fuera de aquí.

— ¿Desde cuándo? Porque cuando estabas casada, parecía que preferías vivir aquí.

El sarcasmo en la voz de Jesús incomodó visiblemente a Andrés mientas que Marta alzó una ceja desafiante ante el cuestionamiento de su hermano mayor. Sin embargo, sin saberlo, Jesús tenía razón porque, durante su matrimonio, Marta había intentado encontrar todo tipo de pretextos para ausentarse de la casa que compartía con Jaime y los fines de semana los sentía como una pesada eternidad al no poder escudarse en sus responsabilidades profesionales.

Por supuesto que con el divorcio, su situación se transformó pero, aún más importante, fue la presencia de cierta morena de ojos color avellana la que cambió todo porque en Marta había surgido la necesidad de pasar cada minuto de su tiempo con ella y, cuando eso no era posible, los contaba con ilusión hasta volver a verle. Tampoco podía negar que, tras la primera noche de candente intimidad, el tiempo que pasaban juntas se había extendido, ya que Fina ahora pasaba una que otra noche en la privacidad de su piso y, aunque la intención no siempre era terminar desnudas y satisfechas, la carne era débil y, sí, la mayoría de las noches culminaban con ambas exhaustas en la cama de Marta y, últimamente, era la manera en cómo también iniciaban sus mañanas.

Y por esa misma razón, Marta había llegado tarde esa mañana de lunes.

La alarma de su celular se activó a las siete en punto, como de costumbre, pero entre una lucha de besos y un desayuno que tomó más tiempo del necesario, la siempre pragmática Marta supuso que ahorraría tiempo si compartía la ducha con su novia. Evidentemente su plan no contempló los estragos que representaba ver a Fina en toda su gloriosa desnudez bajo el agua de la regadera. Fue un placer visual al que Marta no se pudo resistir y se permitió recorrer cada centímetro de esa húmeda piel mientras se fundía en un largo beso con la mujer que tanto quería, acorralándola contra la pared para hacerle el amor como nunca se lo había hecho antes.

Una sonrisa se apoderó de su rostro al recordar la gran acústica de su cuarto de baño, donde la voz de Fina, tan clara y excitada, hacía el más melódico de los ecos.

— ¿Por qué sonríes?

La voz de Jesús sacó abruptamente a Marta de su inapropiada ensoñación y la sonrisa fue reemplazada por un semblante severo.

— Porque... ah, ya me acordé, no tengo porqué darte explicaciones.

— Calmaos, hermanos. Ya tendrán tiempo de pelear el fin de semana, durante la fiesta de cumpleaños de padre.

Destellos de mi Vida ContigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora