Abrupta despedida

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- ¿Princesa? -repitió ella- Anda, déjate de chorradas, y abre las esposas.

- La llave está en la bandeja -respondió él, sonriendo aún más.

     Alessandra se le quedó mirando, en ningún momento desvió la mirada hacia la bandeja para comprobar si realmente las llaves estaban ahí. Acababa de despertarse, y no estaba para tonterías. De repente, le propinó un puntapié en la espalda que, aunque no le hizo daño, sí le pilló por sorpresa. Exageró una mueca de dolor y se llevó la mano al lugar donde le había golpeado, como si estuviera padeciendo un dolor insoportable.

- Está bien, está bien, ya te suelto -dijo, cogiendo las llaves de la bandeja del desyuno.

- Muy amable -le respondió ella una vez la hubo liberado, y le sonrió por primera vez-. ¿Cómo te llamas?

     Él la miró perplejo y a la vez divertido, probablemente porque ya le habría dicho su nombre la noche anterior.

- Alessandro. Me llamo Alessandro.

- Venga ya -contestó ella, sin creérselo del todo.

- Eso es justamente lo que respondiste anoche, Alessandra.

     El sonido de su nombre resbalando entre los labios de aquel hombre le pareció la canción más hermosa que jamás había escuchado. Entretenida por la divertida coincidencia, siguió hablando con aquel desconocido mientras se incorporaba, se colocaba la bandeja sobre el regazo y comenzaba a desayunar.

- ¿Y a qué te dedicas, Alessandro?

- Soy policía -eso explicaba por qué tenía sus propias esposas, aunque Alessandra no tenía muy claro si era legal utilizarlas con tales fines.

- Siete -se limitó a contestar, misteriosa, sin añadir nada más.

- Siete, ¿qué? -se interesó él.

- Siete policías.

- ¿A los que conoces?

- Con los que me he acostado. Aunque eres el primero con el que me acuesto en mi piso -él se quedo estupefacto mientras ella se acababa el café que le quedaba en la taza y se levantaba de la cama.

     La siguió, observando cómo recogía sus zapatos del suelo y salía de la habitación con ellos en la mano. Se detuvo ante la puerta de la casa, la abrió y arrojó los zapatos al descansillo. Lentamente, se desabrochó la camisa, descubriendo sus pechos desnudos, se la tendió y, con un leve gesto, le invitó a salir de su apartamento. Presa del desconcierto, salió del piso y escuchó cómo la puerta se cerraba suavemente tras de sí. El frío del mármol en sus pies descalzos le ayudó a despejarse -ya que no lo había hecho el café que había preparado para sí y que no tuvo oportunidad de probar-. Se vistió, suspiró y, aún incrédulo ante lo que acababa de pasar, bajó las escaleras. Cuando llegó al portal, se detuvo antes de salir, dudó durante unos instantes, y volvió a subir las escaleras hacia el piso del que acababan de echarle.

      Al otro lado de la puerta, a través de la mirilla, Alessandra observó divertida cómo aquel interesante desconocido con el que había compartido cama toda la noche se tomaba su tiempo en reaccionar, se vestía y, tras unos instantes, bajaba la escalera. Volvió a su cuarto riendo para sí, tratando de recordar cómo había conocido a aquel hombre. Recogió todas las cosas del suelo y salió de la habitación con la bandeja para llevarla de nuevo a la cocina. Al pasar por la puerta, escuchó cómo alguien subía las escaleras otra vez. Se asomó por la mirilla con el tiempo justo para ver a Alessandro agacharse ante su puerta. Miró a sus pies, y observó cómo una tarjetita blanca se deslizaba por debajo de la puerta. Volvió a escuchar pasos descendiendo las escaleras, y el rellano quedó en silencio.

     Posó la bandeja en la cocina, y volvió para recoger la tarjeta. <<Increíble. Será idiota>>. Volvió a su cuarto, dejó la tarjeta con el nombre y el teléfono de Alessandro -entre otros datos- en la mesilla, y volvió a meterse en la cama. Al fin y al cabo, eran las doce y cuarto del mediodía, y odiaba madrugar.

ErolatríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora