El dueño de la Luna

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     Cuando volvió a despertarse, eran casi las cinco de la tarde. Le encantaba levantarse tarde, de acuerdo a uno de los pilares filosóficos fundamentales en su vida: "Noches alegres... mañanas durmiendo". Presionó el botón de inicio de su iPhone y consultó las notificaciones sin desbloquearlo. Le sorprendió la enorme cantidad de whatsapps que había recibido, pero en seguida se dio cuenta de que eran de un nuevo chat de grupo. <<He de silenciar ese grupo>>. De acuerdo a su rutina "matinal", ignoró todos los whatsapps temporalmente, y consultó la AppDelDía.

     Le encantaba esa aplicación. No es que le faltara el dinero, pero el hecho de tener, cada día (o casi), una aplicación generalmente de pago, gratis, le parecía una idea genial. La de hoy era una aplicación sobre astronomía. Leyó la graciosa descripción del negociador de la AppDelDía, y se dirigió a la AppStore para descargar esa aplicación. No es que le interesara especialmente la astronomía, pero siempre acostumbraba a descargar todas las aplicaciones. Al fin y al cabo, eran gratuitas. Una vez que se descargó, la abrió y leyó un par de datos curiosos. No tenía ni idea de que la Luna hubiera sido comprada en 1953 por Jenaro Gajardo, un abogado chileno. Leído esto, salió de la aplicación y la desinstaló.

     Entró en WhatsApp, y contestó a Adrianna, que le preguntaba qué tal acabó la noche. Le contó su reciente anécdota, a lo que respondió con muchos emoticonos riendo. Después, mientras leía el nuevo grupo en el que la habían metido, le llegó un mensaje de un número que no tenía guardado. "Hola". Trató de imaginar quién podría ser, sin éxito. Abrió su foto de perfil. <<No puede ser>>.

     "¿Cómo has conseguido mi número?" preguntó divertida.

     "Te dije que era policía" respondió el número desconocido. Eso ya no le divertía tanto.

     "¿Puedes hacer eso? Legalmente, quiero decir".

     "Sólo en caso de que hayas hecho algo malo, y considero que echarme de tu casa ha sido algo malo". Una sonrisa volvió a aparecer en el rostro de Alessandra. No sabía qué tenía ese chico, pero le resultaba complicado enfadarse con él. Decidió simular que lo estaba.

     "Vamos, que no puedes hacerlo. Déjame en paz".

     "Sólo si cenas conmigo hoy". La proposición pareció coger por sorpresa a Alessandra.

     "Veo que las indirectas no son lo tuyo. Cuando te he echado de casa, ¿no te has dado cuenta de nada?" preguntó, algo molesta por la prepotencia del chico.

     "Sí, de que tienes unos pechos preciosos, anoche no pude fijarme. Te recogeré a las ocho y media. Tranquila, ya sé dónde vives". Dicho esto, se desconectó, y dejaron de llegarle los mensajes, así que borró la conversación, como tenía por costumbre.

     Desconcertada y sin saber muy bien qué hacer o qué esperar, Alessandra decidió aceptar la invitación de Alessandro. Al fin y al cabo, no tenía planes para hoy. <<¿Qué es lo peor que puede pasar? Y en caso de que pase algo, llamaré a la policía>>. Se rió de su propia broma, y decidió que tendría que utilizarla en la cena.

     Aún eran las cinco y media, y no sabía qué hacer en esas tres horas. Desde luego, no era de esas que se martirizaban pensando en qué ponerse. Pensaba que estaba guapa con cualquier cosa y, de hecho, tenía razón. Incluso ahora mismo, recién levantada de la cama tras dormir todo el día, mientras se tomaba el café que Alessandro preparó esa mañana para él y que no pudo tomar, estaba preciosa. Seguía estando en bragas, pero se había puesto una camiseta ancha -tampoco era cuestión de coger un resfriado- que dejaba adivinar su contorno, perfectamente delineado. Se había recogido su pelo rubio en un moño muy trabajado, y un mechón rebelde y ondulado le caía sobre la mejilla.

     Sus manos, finas y aparentemente delicadas, sujetaban la taza de café con firmeza. Sus piernas eran largas y perfectamente definidas, y mostraba los pies descalzos -le encantaba andar descalza por su casa-. Su piel lucía un bronceado perfecto.

     A las seis y cuarto, a algo más de dos horas de su "cita", no sabía si tumbarse a leer o ponerse a corregir exámenes. Por extraño que pareciera, ambas opciones le parecían igualmente atractivas. Era profesora de Lengua y Literatura -italianas-, y le encantaba su trabajo. Finalmente, optó por leer.

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