Luces encendidas, platos con comida

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En un momento donde todo parece desmoronarse, Conway encuentra a Gustabo, pero nuevamente y condenado de por vida, le pierde.

A Jack no le gustaba vivir solo. A Jack, en general, no le gustaba la soledad.

Tenía un bungalow capaz de alojar a una familia de cinco, y sin embargo, la puerta de su casa le daba la bienvenida nada más a su persona, haciendo eco entre las paredes, con sus pasos resonando por todo el lugar, el interruptor de las luces siendo música para romper el silencio atronador, la ollas hirviendo agua como ruido blanco, el plato sacado del armario un último impulsor para recordarle que, hacía unos años, todo era diferente en ese piso.

Comía sobre mesas frías, y sillas vacías. Realmente esa era la razón principal por la que no pasaba mucho tiempo en casa. La calma tan ruidosa que se formaba lograba provocarle angustia, recordando con una nostalgia desoladora el ambiente familiar que solía haber.

Lo tuvo todo. Un lugar al que volver, sabiendo que lo esperaban dos hijos y una mujer, capaces de devolverle la energía tras una jornada agotadora, que aunque tuvieran el ímpetu de un torbellino, apaciguaban todas sus preocupaciones.

Y entonces, de la noche a la mañana, se le había arrebatado.

Un mundo que construyó con delicadeza, como una torre de Tetris que podría ser derribada de un solo suspiro. Un muro troyano que protegía a lo que más quería, y que fue atravesado por un caballo de madera. Se había confiado de sus griegos, los altos cargos, que como ofrenda de paz le habían regalado una vida soñada, sin advertirle de los tantos enemigos que tenía detrás de sus espaldas, pues, bajo palabra de honor, le aseguraron que ya no existían, que no habría peligro en lo que su seguridad y la de sus cercanos respectaba.

Quiso gritar al cielo, culpar a los demás de sus males, desaparecer por completo, llorar hasta quedarse sin lágrimas.

Pero no lo hizo.

No gritó, no culpó a nadie, no desapareció, no lloró.

Simplemente ayudó a escarbar tres huecos donde poner los cuerpos sin vida de su mujer, la joven que le había robado mil y un suspiros, con la que compartió sus más íntimos secretos, aquella que le recordaba que todo estaría bien después de otra pesadilla, la que le hacía poner los pies en la tierra cuando volvía a sufrir una de sus regresiones, y sus dos hijos, idénticos cada uno respectivamente a sus padres.

Abrir la puerta de su humilde casa, tras el funeral, fue la mayor sensación de ahogo que pudo experimentar.

Julia y Jack estuvieron buscando alternativas para mudarse, pues su morada comenzaba a ser pequeña y el ruido de la ciudad no dejaba momentos de paz, que solo lograban aumentar las peleas infantiles entre sus dos hijos.

Pero como si fuera una mala broma del destino, de repente y sin previo aviso, las paredes se extendieron hacia los lados, el techo se alejó del suelo, y un silencio atronador reinó en el hogar. Un hogar que ya no podría llamarse así.

Las luces, al volver del trabajo, estaban apagadas. Los platos, al terminar su turno, estaban vacíos.

Entonces todo su alrededor se volvió lúgubre. Miraba con asco hasta a las cosas más bellas. Fruncía el ceño hasta en las situaciones más amenas. Contestaba mal a pobres personas que no merecían su estado de enfado global, en donde pagaba una frustración interior con todo lo que se meneara.

Fueron décadas donde estuvo irreconocible, un hombre totalmente cambiado para aquellos que lo conocían de antes, que se acabaron rindiendo en la tarea de hacerle recuperar el brillo de antaño, negándose a rehacer su camino si no era con ellos.

TEMPUS FUGIT | ONE-SHOTS INTENABODonde viven las historias. Descúbrelo ahora