Receta para el dolor

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En Septiembre las quemaduras ya curadas suelen doler más.

Será sincero; ser policía nunca estuvo en sus opciones como profesión.

Tampoco es como si hubiera tenido muchas, porque cuando creces en una familia pobre disfuncional, las puertas se cierran a cal y canto, intente uno abrirlas, o no.

No le gusta el esfuerzo físico que hace y no le gusta tener que aprender códigos totalmente innecesarios, porque todo el mundo entiende cuando los utilizan, entonces para qué coño están. No pasa un buen rato procesando multas, o enseñando a alumnos, o repitiendo las mismas persecuciones en cadena que son tan monótonas que aburren. Cabe destacar también su odio por las reuniones, sean de altos cargos o de esas mensuales que hacen para ver el desarrollo – vaya, que Conway les grite las cuatro cosas de siempre, les amenace con las mismas tres advertencias de toda la vida, les diga los dos insultos que acostumbra e insulte, como mínimo una vez, a la madre de alguno –.

Por esa misma razón, llegar a casa y tumbarse en el sofá es lo que más disfruta, porque realmente no disfruta de nada más.

Es triste pero también poético, cuestión de perspectivas le dijo Castro una vez, depende de cómo él lo quiera tomar, pero Gustabo no lo quiere tomar de ninguna manera, simplemente prefiere dejarlo estar y centrarse en lo que hace en ese mismo momento. Dejar de darle vueltas a asuntos sin importancia y preocupaciones tribales.

Sin embargo, en semanas como esas se hace insoportable e inevitable sentirse un poco deprimido, si es que es la palabra que busca. En semanas como esas su brazo derecho arde, su medio lado izquierdo de la cara le duele como el diablo y le cuesta andar. Es un cojo que no sabe cómo seguir ocultando que ha perdido la movilidad de una de sus piernas, porque en semanas como esas, cuando la fecha tan icónica de septiembre le toca en la puerta, sus quemaduras de aquel día le joden como a un cabrón, y parece que sea una especie de castigo anual.

Esa noche le han cambiado turnos y ha llegado a casa de madrugada, que debe ser de las cosas que más odia. Le reciben todas las luces apagadas excepto la lámpara de la mesa de la entrada. No hay ninguna televisión encendida y solamente un plato de comida encima de la encimera, pero está tan cansado y adolorido que ha terminado por perder el apetito. De normal Conway le espera – o él a Conway, que suele ser más habitual –, y se van juntos a la cama, pero esa noche no hay nadie esperando por él, y no puede culparle, no cuando ve que el reloj marca las cuatro. Entiende perfectamente su decisión.

Camina por el pasillo de su hogar y la madera lloriquea bajo sus pasos pesados. Quizá debió haberse quitado los zapatos, pero ya era tarde. Cuando llega al final, abre la puerta con delicadeza, procurando no despertar a su pareja y dejándola entreabierta para poder moverse mejor entre la penumbra que habita en la habitación. Está llegando el fin del verano y de una vez por todas pueden abastecerse con dejar las ventanas abiertas para que entrara la brisa. El aire fresco le da un respiro y las farolas de la calle le recuerdan que no está tan solo como suele pensar.

Se quita los cordones con dificultad. Le duele el cuerpo entero y le cuesta mover los brazos con facilidad, pero no quiere apoyarse al filo de la cama, porque sabe que entonces le despertará y no está entre sus planes. Cuando va a buscar su pijama, ve que está delicadamente acomodado sobre el escritorio, para que lo pueda localizar con facilidad, y con cuidado se cambia de ropa.

“Joder” susurra al fundirse con las sábanas y el colchón, cuando puede dejar descansar su cabeza sobre su almohada mullida y cerrar los ojos esperando descansar.

Pero no lo hace. No descansa porque está apoyado sobre el brazo que le aflige, no lo hace porque sus muelas se presionan ante el dolor de la cicatriz en su cara, y no lo hace porque pequeños tirones en la pierna le privan de poder tener un momento de paz. Se mueve como puede entre las mantas y trata de buscar poses cómodas, pero falla y vuelve a fallar.

Gustabo odia tener que acostarse dando la espalda a Conway, pero ese día no puede hacer nada contra la molestia y escozor. Pero contra todo pronóstico, cuando ya se ha dado la vuelta y agarra con fuerza un cojín para encontrar confort, siente que dos brazos le rodean y le atraen.

“Deberías dejar de moverte” se queja Conway con la voz ronca, a tan solo un par de horas para que su alarma suene y tener que ponerse en pie.

“Perdón” susurra, encogiéndose más en su lugar y sin mirarle.

Ambos se quedan en silencio y las agujas del reloj bisbisean los segundos que pasan sin poder descansar, el poco tiempo que tienen para poder pegar ojo y lo angustiados que deberían sentirse si seguía siendo así. Los coches pasan por las calles desérticas y se van enseguida, sin mediar palabra. El suelo se destensa y hace sonidos secos. La lavadora zumba desde el tendedero y el frigorífico murmura desde la cocina.

“¿Te duelen?” pregunta entonces de la nada, y Gustabo solo asiente con la cabeza. “Sabes que es psicológico” y escucha como suspira, abatido como para poder mantener una conversación.

Conway entonces comienza a acariciar con delicadeza sus brazos, luego su torso, luego su cabeza, luego sus manos, luego sus dedos. Le pincela cada parte del cuerpo y le alivia la rigidez. Le besa la nuca y le alivia el dolor. Le susurra al oído palabras de amor y le alivia el alma.

Porque Gustabo sigue en dolor porque no ha perdonado. Gustabo todavía no ha aprendido a entender que lo ocurrido no fue su culpa, y que ya pagó todo lo que tuvo que pagar. Gustabo todavía no ha aprendido a darse cuenta que le tiene a su lado pase lo que pase, y que el dolor es irreal. Que solo necesita sanar esa parte de su ser, y no volverá a sentir las quemaduras arder. Y Conway estará en cada parte del proceso.

TEMPUS FUGIT | ONE-SHOTS INTENABODonde viven las historias. Descúbrelo ahora