Melodía de la soledad.

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Recuerdo aún aquel día después de la muerte de mi madre y de Noah. Mi habitación estaba desordenada y solitaria, como si el dolor se hubiera filtrado en cada rincón. Mi padre, incapaz de enfrentar la tragedia, apenas se atrevía a abrir la puerta de mi cuarto.

Mis pensamientos eran tormentas furiosas. Me culpaba, me cuestionaba. ¿Por qué yo? No había pedido conocerlos ni estar aquí. Anhelaba desvanecerme hacia un lugar donde las lágrimas tuvieran sentido, donde el odio hacia mí mismo ardiera hasta consumirme por completo.

El pueblo no era compasivo. Se burlaban de mí, me golpeaban con palabras y reproches. ¿Por qué me encerré? ¿Por qué no podía hablar con las personas? ¿Por qué lloraba?

La soledad se volvió mi compañera constante. No quería odiar, pero el resentimiento crecía sin control. Las noches se alargaban sin sueño, los días carecían de ánimo. Las lágrimas, siempre al acecho, esperaban cualquier recuerdo para desbordarse.

Y entonces, encontré refugio en las notas de mi violín. Prefería perderme en su melodía que en las palabras hirientes de los demás. En el rincón solitario de mi cabaña, rodeada de nieve, me sumergía en las cuerdas vibrantes. El violín susurraba secretos, y yo, como una mariposa en su metamorfosis, me dejaba llevar por su música. Las notas me abrazaban, me envolvían en su calidez, y me sentía menos solo.

¿La vida me odiaba? La verdad es que no me importaría morir, pero la muerte de otros me entristecía. Aunque el odio anidara en mí, no quería que mi ego me consumiera por completo.

Tal vez, algún día, aprendería a ser feliz. Al menos un día quisiera que así fuera. Anhelaba volver atrás, evitar la tragedia que aún me atormentaba.

Después de este momento, deseaba que mi grito se transformara en una canción. Borraría el ruido naranja junto conmigo, hasta que mi voz se volviera un sueño. Mi "ahora" imaginado tenía un sentimiento sin nombre, como un paisaje nocturno recordado.

Perdí mi camino, pero quizás, podría encontrarlo de nuevo.

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