3.- Cuando el mundo se viene abajo

148 17 0
                                    



El camino parecía más largo de lo habitual. Las calles se volvieron monótonas, aunque rara vez solía caminar, y la brisa del viento zumbaba en sus oídos. La noche parecía caer pronto, por lo que debía apresurarse, pero no lo hizo. En otro tiempo habría corrido toda la manzana con tal de llegar a casa. Y al entrar por la puerta, sería recibido por Yotsuba.

En aquel entonces, también, habría ido apresurado a casa para dar clases a Haru. Pero ahora, no tenía esposa, así que nadie lo estaría esperando en casa. No tenía que dar tutorías, por lo que no había prisa por llegar. Y no quería llegar a casa para no encontrarse con la misma soledad de siempre. Claro que tenía amigos, familia y posiblemente algún interés amoroso. Pero, ¿cómo podría ir con ellos? Estaba lo suficientemente destrozado como para quedarse en la oscuridad de su habitación. Mientras más se sumerge en ese mar de lágrimas, de arrepentimientos, poca luz entra por su ventana, por sus ojos. Y las lágrimas que inundan sus ojos no le permiten ver las estrellas.

Dos horas antes de que Futarou decidiera morir, se encontró en la entrada del edificio a su vecina, la Sra. Hinata.

Las Sra. Hinata era quien algunas veces tocaba a su puerta, casi siempre a las seis, para preguntar ciertas palabras que parecía no entender. La Sra. Hinata nunca fue a la escuela, de hecho, el mismo fue su tutor, pero solo algunas veces.

—Oh, Futarou. ¿Cómo estás? Hace bastante frio haya afuera ¿no?

Ella siempre fue de hablar mucho, y aunque Futarou fuera de pocas palabras, le agradaba la compañía de la Sra. Hinata. Era como toparse con una madre, una dulce mujer de mucho decir.

—Sí, Sra. Hinata.

—Deberías entrar. Las manos se congelan con este clima.

Futarou miro sus manos y noto como estas tiemblan del frio. No había notado lo rojas que estaban, casi pareciendo que llevaba guantes rojos en las manos.

—Si.

La Sra. Hinata parecía querer decir algo más. Lo noto cuando vio sus labios abrirse, pero no dijo palabra alguna. Se giró para verla y pregunto:

—¿tiene algo más que decirme, Sra. Hinata?

Ella pareció reflexionar, como si estuviere a punto de dar una sentencia en un juicio de alta importancia. Futarou parecía arrepentirse de haberle preguntado pues, cuando pensaba que no era la mayor de las confesiones, hubo de nuevo otra despedida.

—Ya no necesito que me enseñes. Ire a la casa de mi hijo, Gojo.

Aquello le trajo recuerdos de esta mañana, cuando la madre de Haru le dijo lo mismo. Pensó que tal vez no estaba hecho para esto de enseñar.

—Ya veo... está bien.

No quería verla a los ojos y comenzar a extrañarla, pese a que aún no se ha ido.

—Mi hijo vendrá dentro de poco. Tal vez puedas conocerlo.

Futarou recordó cuando Yotsuba y él planeaban tener hijos. Habían pasado una noche entera planeando todos los posibles nombres que les pondrían a sus hijos. Ella quería un niño y el una niña, así que pensaron en tener ambos.

—No, estaré ocupado. Tal vez a la próxima.

Pero nunca tuvieron hijos.

—Oh, es una lástima.

No la volvería a ver. No vería a la Sra. Hinata ni a Haru. Había tantas personas que había perdido de vista. Había tantos lamentos en su vida. Parecía ser el mismo un agujero negro. Donde no podría ver el sol y las estrellas.

—Que le vaya bien entonces, Sra. Hinata.

Se despidió de ella antes de volver a llorar. Ella sonrió, aunque sus ojos cansados lucen preocupados.

Cuando Futarou entro en su departamento, se encontró con un lugar en la penumbra. Quizá lucia más triste de lo habitual. Miro por el suelo en cada paso, pues todo se iba marchitando. Su cuerpo no podía más, y el mismo lo sabía. No negaba que tenía hambre, que sus ojeras eran parte de su desvelo. Había deseado que fuera más rápido, porque morir de apoco, de esta forma, era inquietante.

Se recostó en el sillón libre de la sala, el pequeño, y saco de bolsillo derecho del pantalón un teléfono móvil de antaño. Tenía otro más acorde a la época, pero lo dejo de usar porque le recordaba a Yotsuba, ese fue uno de sus regalos de cumpleaños. Tecleo entre esos pequeños números cierto número telefónico que antiguamente solía llamar con frecuencia.

Escucho al segundo siguiente un pitido, como el de la grabadora de casa, y poco después, una voz familiar hablo.

>>¿Hola? ¡Soy Raiha Uesugui! En este momento no puedo contestar, pero por favor deje su mensajito después del tono.

Sonrió luego de escuchar la voz de su hermana, habiendo pasado mucho tiempo después de que la vio por última vez.

>>Hola, Raiha. Soy yo, Futarou. Y solo llamaba para decirte que... lo siento. Realmente lo siento. No me perdono a mí mismo por lo que hice, por ser un cobarde. Esa noche, debí haber estado para ti cuando más me necesitabas.

No pudo evitar no llorar. Recordar esa trágica noche en que la noticia le llego en lo profundo de su ser, solo le traía más lamentos. Era, como dicen algunos, escoria. El mismo se cataloga de esa forma.

>>Como sea, solo quería decir que te quiero. Y lamento no haber podido ser más fuerte, pero este dolor persiste como nunca, y yo ya estoy cansado. Muy cansado, agotado.

El teléfono dio un último pitido, y la grabación termino. Suspiro, pero parecía que iba caer e nuevo. Su pulso subía y su respiraba con dificultad. Había sido su último deseo. Miro por la vente a la calle, y justo ahí, vio a la Sra. Hinata subirse a un coche, probablemente de su hijo, e irse de allí. Futarou sonrió.

Decidió que era un buen momento para morir.

Se acercó al teléfono de casa, ese que nunca uso, para marcar por primera vez un número. Al otro de la línea alguien contesto.

>>Usted ha llamdo al 119, ¿en qué podemos ayudarlo?

>>Quiero reportar un suicido.

>>¿Dónde?

>>En mi casa.

>>¿Conoce a la persona?

>>Si.

>>¿Quién es?

>>Soy yo.

Y de pronto, estaba ahí. La soga que cuelga del techo parecía parte de su vida. La miro fijamente, absorto en el agujero donde va el cuello. Tal vez tarde un rato en morir, ¿y qué importa? Se lo merecía.

Por Dios que se lo merecía.

Merecía todas las cosas malas del mundo.

Se subió en el banco que antes había colocado. Era pequeño. Pero cuando se subió en ese banco y coloco la soga en su cuello, sentía que estaba en lo mas alto. El piso parecía ser más lejano, muy parecido al abismo.

Pero ya no importaba si era alto o bajo. Si moría asfixiado o por desnutrición. Ya no importaba si vivía o no.

Ya no importaba si era amado o no.


Todas Las Vidas De Futarou UesuguiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora