Capítulo 10

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Álvaro

«—Cambia esa cara —me regaño mi madre a su vez que se colgaba de mi brazo para sonreír a los demás invitados que ingresaban a la fiesta de cumpleaños.

Traté de sonreír a la siguiente pareja pero no pude. Mí rostro estaba tenso, mostrando la molestia que aún cargaba desde hacía ya una semana. Una semana desde que me había enterado que Fer se casaría con Keila.

No podía, simplemente no podía levantar ni mejorar mi ánimo de ninguna forma. Todo empeoraba cuando en las noches me sentaba en mi escritorio y mi mente no dejaba de mostrar imágenes de ellos dos juntos. Casados. Quizás siendo felices. Si eso llegase a pasar trataría de alegrarme por mi hermano más sería una tortura para mi. Resople y mi madre me pellizco arriba de la chaqueta del traje.

—No me dejes opción, te daré algo que te haga sonreír —dijo mi madre con un suspiro de exasperación.

Ella se alejó por un momento dejándome solo en el recibidor para seguir sonriendo y saludando a los demás invitados.

Frente mío, cruzando la puerta, Kris Tullis apareció con una sonrisa galante y a su lado, firmemente sujeta de su brazo, Keila mostraba un rostro lleno de indiferencia, era una hoja en blanco, con su cabello castaño suelto a duras penas rozando sus hombros, sus mejillas cubiertas por un leve rubor y sombras que hacían destacar sus ojos grises.

—Buenas noches, sean bienvenidos —tuve que aclarar mi garganta y obligarme a decir esas palabras.

—Buenas noches —dijeron ambos en un tono más bajo y educado.

Su hermano me sonrió con diversión mientras ambos pasaban por mi lado. De parte de ella apenas recibí nada más que un asentimiento en mi dirección como e ingresaron, dejándome solo nuevamente hasta que algún nuevo invitado apareciera o mi madre regresará.

Sentí mi pecho oprimirse pero trate de aislar toda emoción que me pudiera desestabilizar y me pare con mayor rectitud.

Los minutos siguieron pasando y mi madre regresó con Gaia, la hija menor de uno de mis tíos y mi prima pequeña que siempre lograba arrancarme una sonrisa, sin importar lo mal que me sintiera. Su cabello rubio caía con bucles que me aventuré a arruinar cuando apoyé mi mano sobre su cabeza para resolverlo de forma juguetona, ganándome su risa y un golpe de mi madre.

—¡No le hagas eso! Pobre niña —dijo mi madre, con una sonrisa que no pudo esconder.

Gaia corrió acortando la distancia y se abrazó a mis piernas con su habitual entusiasmo infantil.

—¡Hola! ¿Por qué estás tan serio? —me preguntó, con esa inocencia desarmante que sólo los niños tienen.

No pude evitar sonreír un poco mientras me agachaba para quedar a su altura.

—Nada, Gaia, sólo estoy un poco cansado.

Ella me miró fijamente, con esos grandes ojos curiosos y sinceros.

—¿Cansado de qué? —insistió.

Busqué una respuesta que no complicase más las cosas. Una niña como ella de apenas siete años no comprendería las angustias que cargaba, la complejidad de las emociones que me desataba ver a cierta mujer que parecía aborrecer cada mínima cosa relacionada conmigo. Que la envidia y la rabia que crecían en contra de mi voluntad hacia mi hermano me estaban matando lentamente.

Así que forcé mi mejor sonrisa y la tomé en brazos.

—De tantas cosas, ya sabes, el trabajo y demás. Cosas muy aburridas.

La ilusión del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora