LAS SOMBRAS DE ARA

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23 de marzo 2020

El sonido del despertador me arranca de un sueño placentero, ese donde soy millonaria y vivo en una mansión con piscina y servicio a domicilio de margaritas. Miro el reloj, son las seis de la mañana y mi cuerpo siente como si apenas hubieran pasado tres minutos desde que me acosté. Me revuelvo en las sábanas, buscando desesperadamente el calorcito que me obligue a levantarme, pero la fría realidad se impone. Con un gemido digno de una película de terror de bajo presupuesto, me arrastro fuera del edredón y me encamino al baño con la gracia de un zombi mal maquillado.

El espejo no es amable. 

—Buenos días, Ara Rojo, tienes 28 años y pareces una pasa arrugada con sobrepeso emocional—, me digo mientras intento domar mi cabello enredado. A veces creo que mi cabello tiene vida propia y conspira en mi contra para hacerme llegar tarde al trabajo. Después de una ducha rápida y un desayuno que consiste en un café instantáneo y una galleta rancia que encontré en el fondo del armario, estoy lista para enfrentar otro día en la oficina.

El tráfico matutino es una prueba de paciencia que debería ser olímpica. Entre bocinazos y conductores de bus que parecen haberse graduado de la academia del caos vial, finalmente llego al edificio de oficinas de la empresa Nox Publishing. La estructura gris de cristales y sin vida me recibe con su habitual indiferencia, y mientras subo en el ascensor, repaso mentalmente todas las excusas que podría usar para no entrar a la oficina. Pero ninguna de ellas parece lo suficientemente convincente como para conseguir que me despidan con un buen paquete de indemnización.

—¡Buenos días, Ara! —me saluda Ágata con su habitual energía matutina, que debería estar prohibida por ley a estas horas.

—¿Qué tienen de buenos? —respondo mientras dejo caer mi bolso sobre el escritorio. Ágata suelta una risita y yo ruedo los ojos, un clásico de nuestra dinámica matutina.

El día transcurre entre papeleo, llamadas telefónicas y el ocasional sermón de mi jefa, Greta, quien parece haber hecho un doctorado en ser insoportable. A mediodía, cuando mi estómago ruge con la furia de un león hambriento, decido que es hora de un descanso. Me dirijo a la cafetería con la esperanza de encontrar algo comestible.

La máquina expendedora me mira con desdén mientras trato de decidir entre un sandwich de pavo que parece haber sido momificado y una ensalada cuyo color verde desafía las leyes de la naturaleza. Opto por el sandwich y una botella de agua. Mientras me siento en una mesa junto a la ventana, veo el reflejo de mi vida en el cristal: una rutina que se repite día tras día, sin cambios, sin emoción.

—Ara, ¿te has enterado del nuevo jefe? —pregunta Ágata mientras se sienta frente a mí con su bandeja de ensalada.

—¿Nuevo jefe? —respondo con un bostezo—. ¿Qué pasó con el viejo?

—Falleció la semana pasada. —Ágata tiene esa mirada de conspiración que siempre precede algún chisme jugoso—. Dicen que el nuevo es joven y muy guapo.

—Genial, otro jefe que no hará más que complicarnos la vida —digo, mordiendo un trozo del sandwich que, en retrospectiva, sabe peor de lo que parece.

Ágata se ríe, pero luego se inclina hacia adelante, bajando la voz como si estuviera a punto de revelar un secreto de estado.

—¿Y sabes lo mejor? —dice, sus ojos brillando con entusiasmo.

—¿Qué? ¿Que es un extraterrestre que vino a estudiarnos? —respondo, tratando de tragar el bocadillo de cartón sin hacer una mueca.

—No, tonta —ríe Ágata—. Se llama Lucas y es un amigo de la familia de Greta.

AL LÍMITE DE TI: ARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora