─── P R Ó L O G O

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Fuerte Terror, 126 d. C.📍


     EL INVIERNO ESTABA LLEGANDO A SU FIN, Morrigan lo supo esa mañana cuando salió de cacería con su capitán de guardia y notó que los caballos casi alcanzaban a los perros, pues la nieve se rompía bajo sus cascos en lugar de hundirse.

    «Me adelanté a sus cuervos» pensó cuando pasó la entrada del castillo con un alce a cuestas, aunque realmente, no era difícil, ya que su maestre Jardan solía estar más atento a los ingredientes de sus inventos que a las noticias del sur o cualquier parte.

     No sería la primera vez que casi le cuesta el puesto. Su padre había intentado despedirlo, al menos tres veces, pero ella y su hermana siempre lograron disuadirlo, pues a pesar de sus descuidos, Jardan era un hombre que había acumulado conocimiento por las experiencias en sus viajes desde que dejó su natal Lys, sus habilidades iban más allá del convencional enseñado en la Ciudadela, esa idea valía tanto como sus capacidades, pero Morrigan ya no tenía que enumerar las razones por las que su maestre debía quedarse, ella ahora podía decidir. 

    Morrigan era ahora la dama de Fuerte Terror y su padre estaba muerto.

    La idea no era menos amarga, cómo las ropas negras menos pesadas. Hace un mes que debió pasar el luto por Bruze Bolton cuando Morrigan se había tenido que aferrar de nuevo a las telas lúgubres cuando su prometido, Ronan Hornwood fallecería en circunstancias trágicas por una mala broma de los dioses.

    Y a pesar de las pérdidas, ella seguía de pie, cómo un arciano en medio de una avalancha, pues ella y su hermana era lo único que quedaba oficialmente del linaje de los reyes rojos que en antaño dominaban la tierra que se extendía desde el Último Río hasta el Cuchillo Blanco y la colina Cabeza de Oveja.

    No había tíos, ni hermanos legítimos... ningún hombre, sólo ellas. Morrigan había afrontado la idea de que estaban solas, lo que necesariamente no era una condena, pues tenían la libertad para ejercer el señorío de Fuerte Terror sin cuestionamientos y mantenían la esperanza que en un futuro, pudiera conseguir a alguien con quién casarse para tener hijos que pudieran llevar su apellido.

    Había escuchado de un trato similar en el sur, demasiado cerca de la corona para ser casi milagroso, pero que Morrigan creía, podía aplicar en su caso. Después de todo, los Bolton habían llegado a Poniente mucho antes que los Velaryon y ellas no peleaban por sentarse en el trono de hierro, sólo por su hogar.

    —Mi niña sangría, tu hermana te llama— la melosa voz de Dagda era más como el graznido de una gaviota del Mar de los Temblores, pues aunque la mujer intentaba mantener el mismo trato que tenía con ellas siendo niñas, ya no lo eran y estaba claro que los años también se habían acumulado en ella.

    Cada vez que le sonreía a Morrigan y a Barba, sus dientes parecían ser más grandes cómo los de un roedor, pues así cómo su gentileza sólo eran para las hijas de lady Grymm, el resto recibía gruñidos desde las sombras cómo los de una bestia salvaje.

     —Puedes decirle que iré con ella luego de asegurarme que pongan éste alce en sal, parece que la nieve desaparece, pero hay que conservar la mitad. No podemos arriesgarnos a que caiga una última nevada que dificulte la salida a los caminos, debe haber suficiente para no tener que enviar a nadie fuera con ese clima— comentó Morrigan, haciendo señales a sus guardias hacia el alce que dos de sus rocines norteños habían arrastrado en una carreta.

    —Oh, no, no, si esperas, Jardan dudo que sobreviva a su furia— comentó Dagda pensativa, no demasiado preocupada por el maestre, pues llevaba una relación de constantes discusiones con el erudito, quien no aprobaba su constante uso de remedio y mezclas improvisadas con niños cerca—, está peor que un oso saliendo de su cueva en primavera desde que llegó ese cuervo.

    — ¿Cuervo?— preguntó con interés, quitándose los guantes de cuero que Vesper tomó, su capitán los guardó en silencio mientras veía a la dama del castillo buscando a alguno de los pequeños torbellinos que ponían vida al lugar, pero el patio estaba vacío.

    — Ah, sí, tenía ese lobo de Invernalia... — siseó Dagda al nombrar la capital del Norte—, esos perros salvajes...

    Morrigan rodó los ojos, pues la torturadora del castillo llevaba demasiado tiempo sirviendo a su familia que había bebido cada uno de los recelos que los miembros más viejos tenían para contar cuando hablaban de cómo los Bolton pasaron de ser reyes a un vasallo por obra de la casa Stark.

     —¿Dónde están?

    —¡En el Gran Salón!— anunció encantada, su humor cambiando a una sonrisa soñadora mientras revoloteaba alrededor de Morrigan, pues estaba complacida por guiar a su señora—. Venga, mi niña sangría, yo la llevo. Sé exactamente dónde están.

     Y la pelinegra no la contradijo, pues intentar disuadir a Dagda de su servicio era casi imposible.

     Morrigan recuerda tener una memoria clara desde los seis años, y en sus recuerdos, los pasillos de su infancia eran oscuros, la luz escaseaba dentro de su hogar familiar y sólo en la hora de las comidas recordaba cómo su madre hacía llenar el salón de velas para que pudieran ver la cara del otro con claridad en la mesa.

     Suponía que la pérdida de esa costumbre evitó que notara los rasgos contraídos del rostro de su hermana menor, pero los gritos de Barba eran inconfundibles.

    —¡Ese idiota! ¿Cómo se atreve el hipócrita a dar una respuesta así por papel?—Barba estaba frente a Jardan, agitando la carta en su mano mientras el maestre la observaba con miedo, más desconcertado por su arrebato que por sus palabras, pues la hermana de su señora era de lengua ágil, pero prefería hablar desde el crudo cinismo—. ¡Maldito cobarde, exijo que hagas un papel dónde le digas que venga aquí y mueva su congelado trasero para que hable en nuestra cara!

    —Grita un poco más alto y vas a apagar las antorchas— habló Morrigan al detenerse junto a su hermana mientras extendía su mano. Barba soltó a Joren, pues en el último momento lo había tomado por los hombros para sacudirlo, pero ahora frente a la mirada severa de su hermana, lucía avergonzada.

    —Lo habríamos leído juntas si estuvieras aquí, pero francamente... lo que dice es demasiado insultante para no gritarlo— aseguró Barba en lo que a Morrigan le sonó una justificación de su rabieta.

    O lo que parecía el capricho de una joven, de pronto se volvió un problema serio y real que amenazó con sobrepasar los propios niveles de tolerancia de la dama de Fuerte Terror... si es que todavía podía llamarse así.

    Dagda ahogó un gemido cuando vio a Morrigan arrugar el papel en su mano y sentarse en la mesa alargada, buscando la jarra de vino más cercana para pasar el mal trago.

    —¿Qué ha pasado, mi niña sangría?

    Los labios de Morrigan se fruncieron con disgusto y los dedos de Barba tamborilearon contra las mesas de roble oscuro, esperando tocar con su acción el nervio final para sacar a la luz esa vena sádica de la familia que su hermana tenía muy contenida.

    —Bennard Stark se ha negado a reconocerme como heredera de mi padre y alega que si no hay un señor en Fuerte Terror, entonces él lo asignará. 

SILVER SPRINGS  ─── Cregan StarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora