CAPITULO XI

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Hay algo que los asesinos siempre hacen en las películas de terror: llevar a las víctimas en un largo paseo en coche hasta un lugar asombroso y, una vez allí, destrozarlas a placer.

Sale en todas las pelis famosas, al menos en las que hay asesinos en mitad de la nada.

Cuando me despertaste aquella mañana, el día después de estar a punto de pegarme, me acordé de ese hecho.

—Vamos a salir en coche —dijiste—, a cazar un camello.

Aún era muy pronto.

Lo sabía por la pálida luz rosácea y el fresco que se notaba en el aire. Me vestí y metí el cuchillo en el bolsillo de los pantalones cortos. Te oía moverte por la casa; la hacías crujir.

Cuando saliste fuera, arrancaste el coche.

Me estabas rodeando de ruidos a los que ya no estaba acostumbrado.

No me apresuré por estar listo.

Tenía dos cosas muy claras: por un lado, un viaje como aquél podía significar una gran oportunidad para escapar. Por otro, quizá significase que no iba a volver nunca.

Estabas cargando el coche, empaquetando caja tras caja de comida y equipamiento. Yo no quería que perdieras los estribos como la noche anterior, así que decidí hablar.

—¿Adónde vas? —pregunté.

–A un sitio muy apartado?– Ya me lo esperaba...

—No —dijiste negando con la cabeza—Esto no es más que un extremo de ese lugar apartado. —

Te miré mientras enrollabas una cuerda y la dejabas encima de una nevera portátil. Tendiste el brazo para coger otra cuerda y te pusiste a enrollarla también

—Ya sabes que no te pienso dejar aquí, ¿verdad?—

Resoplando, metiste tres bidones enormes de agua en el maletero.

—¿Cuánto tiempo te marchas?

—Un día nada más, pero ahí fuera nunca se sabe... Podría haber una tormenta de arena, un fuego... Cualquier cosa. —Le diste una palmadita al último bidón—. En cualquier caso, al camello le hará falta agua.—

—Creía que la llevaban en la joroba. Tú negaste con la cabeza.

—Grasa.

—¿Qué?

—Lo que tienen ahí es grasa... Reservas de energía. Necesitan agua igual que cualquier otro animal.

Intentaste encajar un bidón en el maletero, pero ya no cabía.

Me imaginé a mí mismo tendido debajo de todo aquello, retorcido, aplastado, asfixiado.

Me estremecí; fue prácticamente un temblor. Me dirigí al asiento de delante y sacaste la cabeza por el lado del coche sin quitarme el ojo de encima.

—Esta vez el asiento de delante es todo tuyo —dijiste desde atrás.

Abrí la puerta, pero no entré. El interior olía a humedad, a suciedad, a aire viciado y que nadie respiraba. Un polvo fino y rojizo lo cubría todo. Cualquiera pensaría que el coche llevaba cincuenta años sin ser usado. Me hizo sentir extraño, mal; me hizo preguntarme si no llevaría más tiempo contigo en aquella casa de lo que pensaba.

Había polvo incluso en los envoltorios arrugados de chocolatinas que había en el suelo. Cuando saliese, si es que salía, tendría el polvo por todo el pantalón.

La llave no estaba en el contacto. Me pregunté si estaría escondida en algún otro lugar del coche, cubierta de tanto polvo que era imposible verla.

Metí la mano en el coche y removí algunas cosas con la vaga esperanza de encontrarla; mientras tanto, giré el espejo retrovisor para poder vigilarte. Te movías con rapidez, cargando el maletero de cosas que después volvías a sacar para colocarlas mejor.

CARTAS A MI SECUESTRADOR(Radioapple)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora