CAPITULO VII

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Fuiste hacia las dos casetas. Yo, parado junto al coche, vacilé un instante mientras miraba por la ventanilla para ver si te habías dejado las llaves dentro.

Al apoyarme contra la puerta, me llené de polvo naranja y descubrí que debajo de él, el coche era blanco.

La chapa que rodeaba las ventanillas estaba salpicada de óxido y en el asiento de atrás había un bidón de gasolina o algo parecido y una prenda hecha un gurruño en el asiento del copiloto. Debajo del salpicadero había dos palancas de marchas. Posé la mano sobre uno de los enormes neumáticos calientes.
Cuando te alcancé parecías aburrido.

—No sé por qué sigues intentándolo —dijiste—. No hay escapatoria.

Del bolsillo de la camisa sacaste una llave y te subiste a la caja que había delante de la primera caseta. Al entrar en la cerradura, la llave hizo un ruido metálico. Antes de abrir, hiciste una pausa.

—No quiero que entres si no estás preparado Ji Yong —dijiste con tono firme.

Cuando abriste, el peso de la puerta hizo que las bisagras cediesen un poco. En el interior, todo estaba oscuro y parecía vacío.

Alcanzaba a distinguir algún que otro objeto en la penumbra, pero nada más. De pronto se me quitaron las ganas de entrar. Me quedé helado y empecé a respirar cada vez más rápido.

Imaginé que me ibas a matar allí dentro, en aquella oscuridad... que ibas a dejar mi cadáver allí para que se pudriera.

Sonreías de manera extraña, como si eso fuese exactamente lo que quisieras hacer.

—No sé si... —empecé a decir, pero me agarraste rápidamente por los hombros y me llevaste adentro.

—Esto te va a gustar —dijiste.
Me puse a llorar. (YOOOOOOO)

Tú me sujetabas cada vez más fuerte, me estabas aprisionando con los brazos. Intenté soltarme, alejarme de ti; pero me tenías bien sujeto, como el abrazo de una pitón.

Me hiciste adentrarme más en la caseta; todo estaba tan oscuro...

—¡No te muevas! —me gritaste—. Estate quieto o lo estropearás.

Te mordí en un brazo.

No sé cómo, pero conseguí que aflojases un poco tu agarre; caí al suelo y me di un fuerte golpe en la rodilla. Me agarraste del hombro, me empujaste hacia abajo y me sujetaste con todas tus fuerzas.

—¡He dicho que no te muevas!

Estabas histérico, se te notaba en la voz. Di manotazos en el suelo intentando agarrarme a algo, intentando arrastrarme.

—¡No me hagas daño! — rogué.

Solté un puñetazo al aire y di con algo. Tú ahogaste un grito y entonces, de pronto, me dejaste libre. En un abrir y cerrar de ojos me levanté, me tambaleé y fui corriendo hacia donde creía que estaba la puerta.

—Estate quieto Lucifer... ¡ESTATE QUIETO!

Tropecé y volví a dar con los huesos en el suelo.

Con las palmas sentí algo húmedo y pegajoso, justo donde había caído. Avancé a gatas por encima de aquello, pero no parecía tener fin. Todo el suelo estaba mojado. Y además había otras cosas... cosas duras, afiladas, cosas que me arañaban las piernas.

Había montoncitos de algo más suave que parecía ropa, ropa de todas las chicas o chicos que quizá hubieses matado allí.

Estaba cubierto de aquella sustancia pegajosa hasta los codos y me parecía sangre. ¿Me habías herido sin que yo me diese cuenta? Me toqué la frente.

CARTAS A MI SECUESTRADOR(Radioapple)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora