CAPITULO XVI

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—Cualquier cosa; lo que se te ocurra, algo sobre este lugar.

Me temblaba un poco la mano y una mota de pintura me cayó a la rodilla.

El extremo tenía picos, algunos de ellos afilados.

Te lo llevé a la espalda y presioné para dibujar un punto.

Hiciste un pequeño gesto de dolor. Un rayo de luz se filtró por la ventana y te cayó directamente en la espalda. Entorné los ojos, ligeramente cegado por el sol.

—No veo.

—Entonces hazlo a ciegas.

Volví a mojar el tallo en la pintura negra.

Te dibujé una línea larga y recta que te cruzaba los omoplatos; en mi intento de hacer que la pintura se te adhiriese a la piel, te rasguñé.

Te dibujé un montón de pinchos, una mata de spinifex. Entonces tracé una persona, un monigote muy sencillo con un círculo irregular por cabeza.

Después le puse un par de ojos y los coloreé.

También una cabellera que parecía una lengua de fuego.

Y en mitad del cuerpo, un pequeño corazón de color negro. Echaste la mano hacia atrás y me tocaste la rodilla.

—¿Has terminado?

—Casi.

Te dibujé un pájaro volando en el omoplato y un sol negro en la base del cuello que iluminaba por encima de toda la escena.

Te volviste hacia mí y nuestras rodillas se tocaron; tenías la cara a menos de medio metro de mí.

—¿Quieres? —Metiste el dedo en un charco de arcilla roja como la sangre y me hiciste una raya en la frente—. Podría pintarte. —Me tocaste la mejilla y allí también me dejaste una marca de arcilla —Ocre rojo —musitaste—. Hace que todo parezca más intenso.

Me quitaste la hoja de la mano y me acercaste el cuello, pero me eché hacia atrás.

—No —dije.

Te encogiste de hombros con la mirada triste y después me cogiste de la mano y me levantaste.

Solamente me resistí un poco y juntos caminamos hacia el centro de la caseta.

—Y ahora, a esperar —dijiste.

–¿A qué?

—Al sol.

Me hiciste agacharme para sentarme sobre un lecho de arena y hojas, justo en el centro de aquel remolino de pintura y color.
El sol brillaba por la ventana con tal fuerza que me costaba mirar hacia ese lado y mantener los ojos siquiera medio abiertos. Y allí el olor era más fuerte: a hojas y hierbas, a tierra, un olor fresco.

—Ponte mirando hacia aquí —dijiste.

Te volviste hacia la pared del fondo y yo hice lo mismo. Con el sol a nuestras espaldas, vi la manera en que los rayos resaltaban las espirales y puntos de colores más claros y los hacía parecer tridimensionales.

Cogiste unas hojas secas de un montoncito, te las machacaste en la mano y sacaste papel de fumar de debajo de una piedra; entonces cogiste un poco de ceniza de otro montoncito, la mezclaste con las hierbas y lo pusiste todo sobre el papel de liar.

En un abrir y cerrar de ojos le habías pasado la lengua y lo habías sellado. Cuando lo encendiste, volví a oler aquel aroma: el intenso olor a hierba de las hojas encendidas del desierto.

El olor que se aferraba a todo lo que aquel día había en la caseta de pintar. Le diste una calada larga, inhalando bien hondo, y después me pasaste el cigarrillo.

CARTAS A MI SECUESTRADOR(Radioapple)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora