CAPITULO XII

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Te quedaste tumbado holgazaneando unos cuantos minutos más; parecías estar totalmente tranquilo, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos.
Una mosca te aterrizó en la mejilla y caminó hasta el labio; se detuvo en el centro y se limpió con tu saliva.

Solo pude hacer una mueca de asco antes de quitarte la mirada.

Después de un rato, recogiste el picnic y volvimos al pie de la colina. Durante la bajada hubo momentos en los que el coche estaba prácticamente vertical y varias veces topamos con rocas que hacían girar el volante. El paisaje se encogía a medida que descendíamos y cuando llegamos abajo ya casi se me había olvidado la vista interminable que se desplegaba ante mí estando en la cima.
Aparcaste al abrigo de la colina y como hacía demasiado calor para esperar en el coche, me dijiste que saliera y esperase de pie, a la sombra. Tarde o temprano llegarían los camellos. Después de verlos acercarse sin ninguna prisa durante varios minutos, aceleraron el paso y sus cuerpos se fueron haciendo cada vez más grandes. Debían de estar viajando aprisa. Los enfocaste con los prismáticos.

Te volviste hacia mí y gritaste:

—¡Al coche! Nos han visto. Van a dar media vuelta antes de llegar.

En la lejanía se oía el tamborileo de las patas sobre la arena dura.

—¡Vamos! —Me hiciste un gesto con la mano para que me acercase—. Rápido o te dejo atrás.

Era una idea tentadora, pero a pesar de estar fingiendo lo contrario, también estaba emocionado. Quería ver cómo pretendías cazar una de esas enormes criaturas.

Saliste derrapando a toda velocidad incluso antes de que tuviese tiempo de cerrar la puerta y me miraste brevemente para comprobar que había montado.

—¡Siéntate y agárrate a algo!

La aguja del indicador de velocidad se disparó en cuanto fuimos a por los camellos; sobre la arena dura el coche iba más rápido. En el maletero las cosas chocaban entre ellas y se daban golpes contra los laterales. Tenía la esperanza de que la serpiente no estuviese aún allí dentro, tambaleándose de un lado al otro, a punto de salir disparada hacia mí en cualquier momento.

Las ruedas derrapaban una y otra vez, y el coche culeó con violencia en más de una ocasión. En tu rostro se leía verdadera determinación y una concentración fiera.

—¡Esto no es seguro! —grité, y me golpeé la cabeza contra el techo cuando ambos salimos despedidos al pasar por encima de un banco de arena dura.

—Puede que no —dijiste mirando hacia atrás cuando los prismáticos volaron desde el asiento de atrás y se estrellaron contra la puerta.
Mientras pisabas el acelerador a fondo te reías, y yo me agarré con todas mis fuerzas al asidero; tanto, que se me quedaron los dedos rígidos.

La aguja se quedó enganchada justo por encima de los cuarenta kilómetros. Estábamos prácticamente a la misma altura que ellos y tú tenías razón: habían dado media vuelta antes de llegar hasta donde estábamos y ahora corrían a toda velocidad hacia el horizonte.

Llevaban el cuello estirado y bajo, y aquellas patas daban zancadas increíblemente largas.

Ver cómo se alzaban por encima del nivel del coche era aterrador: una patada bien sincronizada podría atravesar la ventanilla sin problema alguno.

—Toma la pértiga del asiento de atrás —gritaste—. ¡Rápido!

Me volví y cogí el palo largo de madera con el lazo colgando de un extremo. Intenté pasártelo, pero en aquel espacio tan reducido me estaba resultando difícil; se había quedado atrapado contra la puerta y no era capaz de hacerlo pasar por el hueco entre los asientos. Miraste la pértiga y después los camellos al tiempo que tratabas de mantener el coche en línea recta y a la misma altura que ellos.

CARTAS A MI SECUESTRADOR(Radioapple)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora