Fotografiando a Francisca

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Estaba harto de la poesía francesa, de los diptongos nasales, de aquel idioma que hacía ver el español como el idioma de la pobreza.

Me levanté del escritorio. El viento me azotaba con una frialdad implacable; cerré la ventana y abrí la puerta para incorporarme a la sala. La observé, entonces: Armijo el apellido, Francisca el nombre, perfilada delante de un espejo que había colocado frente al sofá. Ahí estaba como un diamante noble. ¡Maldito idioma español! Que no era capaz de describirla.

Enorme la cabellera, laberinto de mis ojos, azabache como la maldad. Maldad tenía en los labios y, a la vez, negros los ojos, blanca la piel, redondas las mejillas, abultado el vientre. "Je meurs, je meurs", pensé. De los hombros le nacía el escote, "C'est magnifique", y le recorría el torso, desembocando cual río entre los senos. "Je me brûle". Negra era la blusa que combinaba con la aleatoriedad de su cabello. Se miraba al espejo, se movía como bailando un bolero, y con esa gracia cambiaba sus pasos del 4/4 al 6/8, destruyendo de manera tan perfecta el ritmo de sus movimientos. Bailaba esa danza tan ensimismada, cuando comenzó a desprenderse de sus prendas.

Seré bohemio, pero tengo pudor; aún así, dentro de mí coexiste este junto a mi curiosidad. "Je suis désolé", dije antes de morir, o que ella me condenara a la muerte. No entiende francés, realmente no me importaba. Había dicho algo para que advirtiera mi presencia. ¡Maldito idioma francés! ¡Maldito idioma español! Que no me bastaban para ella.

La "Femme Fatale" quería que le tomara unas fotos. Tenía prendas en su habitación y quería modelarlas. Tomé la cámara con cuidado, y la femme brûlante se acomodó frente a mí, con el cabello hacia adelante, cubriéndole los pechos, llegándole hasta la cintura. De la cadera hasta los muslos le cubría una prenda negra, dejando al descubierto sus piernas. Sensual aquella pose, como mirando al horizonte, como mostrando sus maravillas y como que no. La bañé con el flash de la cámara y la recorrí con los ojos desde la raíz del cabello hasta sus pies. "Oh, ces jambes épaisses!". La miré dejando entrever algo que nunca sentí. Quizás por vergüenza aparté la mirada hacia la ventana, azotada por el invierno parisino.

Habíamos llegado hace escasos meses, ella aún no se adaptaba al invierno y la ventana cerrada conservaba el calor tropical, al que estábamos acostumbrados, junto a la calefacción, mientras afuera, en las calles roídas y tercas amenazaba con nevar.

Aquello le daba cierto aire novelesco, me atrevería a decir que propio del surrealismo, siendo Francisca la belleza convulsiva que perseguíamos los artistas, la ruptura de lo convencional y la exploración de lo inconsciente.

"Je suis désolé", dije al percatarme de que la femme brûlante decía mi nombre con enojo. Me había ensimismado tanto que no había notado que llevaba otra ropa: rojo el vestido, rojos los tacones. Volví a alumbrarla con el flash deslumbrante de la cámara y ella se volvió hacia mí con su caminar de diosa y su estatura de ninfa para rechazar el resultado.

Luego de aproximadamente diez minutos a la espera, salió de aquella blanca puerta, Francisca, la femme brûlante, la femme fatale, caminando a compás musical. Un nuevo escote le adornaba el pecho, floreado. Francisca se vestía de primavera: corto el vestido, colmado de sensualidad petulante. "C'est magnifique", pensé al notar que subía la temperatura de la sala por lo menos cinco grados mientras se erguía imponente el invierno de afuera. La fotografié, retraté sus delicadezas, pero con ese caminar poético se acercaba hacia mí, para volver a rechazar la foto.

Se acercó al espejo, mirándolo con veneno y, ofuscada, se adentró tras la blanca puerta de la habitación. Por mientras, yo me asomé a la ventana para ver los estragos del invierno. Me sorprendía que afuera la nieve cubría gran parte de la calle y adentro había un calor tropical que parecía ir en ascenso. Me despedí de mi abrigo; habíamos subido por lo menos ocho grados.

Otra vez me había ensimismado, por lo que no noté cuando la femme fatale había salido de la habitación. Al observarla, sentí inmediatamente que la temperatura subía. Definitivamente había algún fallo en la calefacción, pero no le di importancia. Aquella mujer tenía los labios cual durazno primaveral, esos que nunca se ven en estos inviernos, el cabello tomado, con los rizos como lloviendo, y el vientre descubierto cual bailarina oriental. Era un atuendo deportivo que no me decía demasiado, pero al que traté de retratar correctamente con la cámara. Al verla deslumbrada por el flash, maldije otra vez al español, a la poesía, a todo, porque nada servía para describirla.

Se acercó, incendiándolo todo, dejando una estela ígnea a su paso, y con una mueca rechazó la foto, frustrada. Se exilió entonces tras la blanca puerta de su habitación y yo esperaba el "C'est magnifique" que exclamaba mi mente cada vez que salía de ahí.

Pensé que tal vez debería arreglar la calefacción, mientras ojeaba las fotos que, siendo sincero, tampoco me convencían. Desde un rato vacilante, golpeé la puerta al notar que la femme brûlante no salía de ella hace cuarenta minutos, a disonancia de los veinte que normalmente tardaba. Decidí abrir la puerta. Francisca estaba frente al espejo, desganada, ofuscada, tomándose los senos como una estatuilla de Astarté, ya sin esa gracia que la caracterizaba. Modelaba frente a él, en sus ropas interiores, contemplándose: ponía atención a sus piernas, a sus brazos y a su vientre, mientras asomaba el llanto en sus ojos.

—El problema es mi cuerpo —concluyó.

Yo la observé encendido y le enseñé la cámara. Hojeaba las fotos, pero las miraba con asco. Ignoré ese gesto y le comenté:

—¿Has notado que la temperatura no ha parado de subir?

—No, no he notado nada 

Excusez-moi, entonces creo que el problema no es tu cuerpo.

La femme fatale me contempló con los ojos abiertos, sin decir palabra.

—¿La primera, entonces? —Dije.

—Sí, la primera. —Respondió con una sonrisa.

Objeciones.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora