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Abrí los ojos,  sentándome de golpe en el despertar de la confusión

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Abrí los ojos, sentándome de golpe en el despertar de la confusión. La luz entraba por las cortinas abiertas de par en par, lastimándome los ojos y dejándome sin ver por unos segundos. Los sonidos de los pájaros y las palabras de los niños en el jardín llegaban con toda claridad, sin el mínimo signo de que algo paranormal amenazara nuestros días. El corazón me latía como si hubiera corrido un maratón, la pijama pegada a mi cuerpo por el sudor que todavía me caía por la frente. De un lado a otro, busqué signos de alguna presencia en las decoraciones de temática marina. Incluso me asomé bajo la cama, solo el polvo en la zapatera indicadora de algún signo de vida.

Jadeé al volver a acomodarme entre las sábanas, el agotamiento de las últimas horas y el dolor de las heridas tomándome factura a esa edad. Suspiré de nuevo, apartándome mechones del cabello antes de dejarme caer en la cama. Lancé una mirada al reloj de la mesilla de noche. Faltaban quince minutos para las diez. ¿Por qué los niños seguían en la casa...? Cerré los ojos, la luz de la hora no me dejaría dormir, pero mi cabeza agradecía la disminución de los estímulos.

Decidí no pensar, vacié por completo mis pensamientos, mis brazos sobre mi frente, mis músculos relajados entre las cobijas que olían a limón y a avellanas.

No sé cuanto tiempo permanecí allí, mi respiración acompasada, mis pensamientos ausentes, cuando el crujido de las tablas del pasillo me avisaron que alguien se acercaba. Los sonidos eran pesados, así que era un adulto, pero el caminar era tan lento y cuidadoso para no despertarlo. Sonreí apenas, dándome cuenta enseguida de quién venía. Bajé los brazos, quedándome estático.

El chirrido de la puerta al abrirse y cerrarse no alteró mi respiración, quedándome quieto lo suficiente para tentar a la persona a subirse sobre mí, el peso de sus músculos contrario a la finura aparente de su figura con ropa. Apoyó su figura sobre mí, su aliento contra mi rostro, sus pechos contra mi torso. Sonreí aún más, ganándome un merecido beso en la nariz.

Abracé su cintura y reposé las manos en la curva de su trasero, al fin aceptando dejar de fingir para prestarle toda mi atención. Su sombra cubrió la luz del sol, el negro de sus cabellos viéndose castaño. En sus ojos leí cansancio, preocupación y la razón por la que había decidido ser tan discreta a la hora de visitarme en nuestra habitación.

—Fausto, cariño. Te ves mucho mejor hoy. —Su voz apenas logró romper la barrera del silencio, su nariz muy pegada a la mía. Sus pecas lucían muy brillantes ese día, ¿se acaba de lavar la cara o era el ligero sonrojo, el calor tan intenso de su cuerpo?

—Buenos días, amor —susurré contra sus labios, una de mis manos acariciando la curva de su espalda en círculos. Subía y bajaba por su columna vertebral, sus suspiros contra mis labios, mi lengua. Su boca era una cueva de humedad a sabor a café, sus manos sujetas a mis mejillas mientras la mata de sus cabellos nos ocultaba de los rumores del mundo.

Igual que siempre, solo sentí ternura por el contacto de nuestros cuerpos, por la manera en la que me guiaba para ser más rudo, más dominante, a medida que nos quitábamos la ropa y el roce entre ambos nos hacía suspirar. Los cosquilleos que siempre leía describir se encontraban en mi estómago, no en mi entrepierna o en mis extremidades. Sin embargo, ambos habíamos llegado a aceptar esa diferencia en mí. A que cualquier contacto físico sexual tendría que ser iniciado por ella, a que ella debía ayudarme a comprenderla en un tema nunca interesante para mí.

Vicisitudes de un adulto suicidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora