VI.

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En los casos que manejé en mi adolescencia y primera adultez, el  momento de la indecisión siempre era siguiente a la aparición del  problema

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En los casos que manejé en mi adolescencia y primera adultez, el momento de la indecisión siempre era siguiente a la aparición del problema. La mayoría de los espectros causaban estragos parecidos alrededor. Solían ser difíciles de controlar, sarcásticos e inestables. Allí, como ocurrió contigo en esa noche del viernes, tenía que decidir si seguía o no los pasos para tu ayuda. O te sellaba en esa lámpara para que descansaras por la eternidad, hasta que tu alma se secara y no quedara nada de ti en la existencia, siquiera mis recuerdos.

Por ello, dejé pasar la tarde del sábado y el resto del domingo. Me dediqué a mover tu lámpara de la sala al viejo camión de pintura destartalada y bajos llenos de barro, la seguridad de ver tu sitio de descanso cada vez que me asomaba permitiéndome pensar con la mayor de las frialdades. Me apoyé en la encimera, tibia todavía por la bandeja de lasaña, ahora restos de queso en platos y tenedores en la mesa a recoger. Tamborileé los dedos en la piedra, la forma de la lámpara asomándose sobre los límites de la cabina.

Tu suicidio no era como tal. Es decir que, cuando volviera a soltar esa memoria, lo que sacaría de esa imagen sería un relato de traiciones, de perversión, de pánico. El viento del bosque se deslizó por la casa, el frío introduciéndose bajo mis pijamas de verano. ¿Quería arriesgarme a ello ahora que Hugo venía a vernos? ¿O que mis hijos estaban a punto de cruzar el umbral de la niñez a la pre pubertad? Las energías negativas eran peligrosas para los seres humanos, más aún en las edades donde yo era más poderoso.

Cerré los ojos, suspirando. No, lo que todavía me visitaba en las noches eran errores de las decisiones hechas en el desconocimiento de la niñez. Marinette, Paulina, incluso Lirio... Sus rostros seguían frescas en mi mente, así como la crueldad de sus destinos. Era imposible superarlos en las pesadillas, esas donde aún corría en la playa llena de huesos de niños y los dedos de los muertos trataban de clavarse en mi piel. Allí, donde dos hombres vestidos en túnicas rojas arrojaban monedas de oro sobre los niños de cabezas abiertas.

Niños pequeños, niños iguales a los míos.

El dolor de las uñas en mis palmas me hizo soltar la presión de los puños. El sudor frío de la recolección empapaba mi frente. ¿Debía ayudarte, cuando el ex esposo de mi tía seguía andando en la casa abandonada de la calle donde ahora vivía Hugo? ¿Era digno de negarte cuando evitaba sitios de la ciudad para no encontrarme con mis fallas, mis errores? La dicotomía de mi existencia era idéntica a la contradicción en mis acciones porque, pese a todo, yo no era más que el instrumento del destino.

El precio de este poder sobre la muerte la mismísima vida.

Negué, acariciándome los nudillos hasta que la sangre volvió a circular bajo la piel. La sensación de ser observado se desvaneció al encender el resto de las luces de la cocina. Pasos se escucharon sobre mí, seguro de los niños jugando un poco más mientras Shura terminaba de organizar su semana de trabajo. Lancé otra mirada a la ventana, mi reflejo una chispa del pasado, allá en esos tiempos cuando mi padre lavaba la loza de la cena con alguna de sus canciones favoritas de fondo.

Vicisitudes de un adulto suicidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora