IV.

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La tormenta amainó en el momento en que tu figura se desvaneció en el  aire

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La tormenta amainó en el momento en que tu figura se desvaneció en el aire. Sin embargo, el desastre dejó sus huellas en medio de los caminos de piedra levantados, los troncos rotos todavía con restos de los impactos del viento en las ramas destruidas. En mis oídos, los pitidos de mi propio corazón se combinaban con la palpitación de las heridas abiertas a lo largo de mis brazos y mis piernas. Toqué mi mejilla apenas, el color de la sangre manchándome los dedos. Traté de ponerme en pie, pero mis piernas no me respondían.

Aspiré y suspiré, tratando de acumular toda la energía restante de mi alma. Apoyé mis manos en el suelo, los alrededores borrosos. La cabeza me dolía y sentía frío en el resto de mi cuerpo. En mi infancia, las actividades así no me suponían más que unos minutos de descanso. Hasta los diez años, cuatro o cinco espíritus al día no me suponían más que una inconveniencia. Sin embargo, a medida que me acercaba a la mediana edad, sentía que mi agarre en los espíritus se deslizaba fuera de mí. Tenía la sospecha que, en un espacio de mi adultez a mi vejez, perdería por completo mi acceso a esta talento.

Y, pese a mis deseos de infancia, no estaba seguro de querer eso. Ajusté la chaqueta del traje a mi alrededor, la corbata azul oscurecida por la sangre única imagen capaz de enfocar. Agarré mi consciencia con la terquedad del niño que había sido hace veinte años.

-¡Papá!

-¡Papi!

Los gritos de los niños esta vez estaban cargados de alegría, sus diminutas voces acercándose por la colina. Escuché el rumor de su conversación en el idioma secreto de su vínculo, sus risas burbujeantes y llenas de inocencia. Levanté la cabeza cuando vislumbré la figura de sus cuerpos en la parte alta de la cocina, casi perdiendo la estabilidad en mi asiento.

La primera en alcanzarme fue, por supuesto, mi pequeña atleta Lucrecia. Si existía alguien que heredó la energía de mis tíos, era sin duda ella. Su cabello era una maraña sin control por estar jugando toda la tarde, su cuerpo aún vestido con la jardinera de su guardería. Su camisa amarilla estaba manchada de algo marrón, seguro helado o chocolate.

-¡Papi! ¿¡Qué pasó!? ¿¡Estás bien!? -Pese a la confusión y el miedo de sus rasgos, no pude evitar una sonrisa tierna mezclada con gracia. Era delgada y pequeña, casi una muñeca, pero su voz era clara y su pronunciación era perfecta, igual a un pequeño adulto. Acercó sus manos pegajosas a la miel que Sandra, una de las cocineras, le daba siempre tras el colegio-. ¿Te caíste, papi? Iré a decirle a mamá.

Con cuidado, me ayudó a ponerme en pie al servir de apoyo. Justo cuando logré estabilizarme sin caerme, el mayor de los dos gemelos nos alcanzó con la lengua afuera y la frente roja por el golpe reciente contra el suelo.

-¡Papá! ¿También te caíste? No importa, yo me caigo siempre. -Carlo era una copia de mí de niño con el cabello negro y la piel pálida. Tenía mi contextura algo redonda bajo la jardinera llena de tierra, la forma redonda de los párpados y las abundantes pestañas de la familia. Sin embargo, también había heredado la torpeza física de su abuelo, los accidentes diarios cuando lo dejábamos perseguir a Lucrecia a cualquier aventura.

Vicisitudes de un adulto suicidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora