Introducción

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No sientes nada

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No sientes nada.

Ni el viento entre tus ropas, ni la humedad en los cabellos transformándose en oscuridad dentro de la capucha. Tus oídos ya no prestan atención a los gritos de los transeúntes ni a las sirenas de las patrullas acercándose por la intersección. Estás muerto, pero eso sólo lo sabrás en unas horas cuando se lleven tu cuerpo y permanezcas allí acostado bajo las gotas de lluvia que no te mojan, ojos abiertos hacia el cielo gris de Hegel.

Allí te fijarás en el dolor constante del agujero en tu cabeza, de los primeros susurros de las otras almas de ese Otro Lado. Al sentarte, la ligereza de tu propia alma te paralizará por el miedo de caer de la Tierra, nada más que tus pecados como gravedad de tu existencia. En ese instante, cuando la confusión tome control de tus emociones y la marea de la realización alcance tu conciencia, notarás la sombra de una figura con traje negro y paraguas inclinándose sobre ti.

Girarás la mirada y te encontrarás con la mano extendiéndose hacia ti, ojos de miel sobre ojeras iguales a las marcas de pandas observándote desde la sombra. Dudarás, por supuesto, en siquiera mover los brazos de los muslos. Tu último recuerdo consciente es la visión de los últimos rayos del sol antes de saltar, el baile del viento contra la campera de tu grupo favorito, las angustias en el estómago por la decisión y la sensación de alivio, de tranquilidad, al tener control por completo una vez en la vida. Y el cielo, abierto sobre ti, debajo de ti, en un remolino sin inicio o final.

Sin embargo, el frío de la morgue empezará a alcanzarte y la visión de la lluvia te turbará al notar su ausencia sobre tu piel. Barrerás el alrededor en búsqueda de rostros conocidos, de sonrisas amables, pero solo verás las ventanas oscuras de las tiendas cerradas y los vehículos de la policía, la cinta amarilla y conos naranjas alrededor de la mancha de sangre ahora oscurecida en el concreto. Elevarás la mirada, el borde del que saltaste ahora una mancha en la tormenta, gotas al fin deslizándose por tus mejillas y originarias de tus ojos.

Bajaré mi mano al notar el temblor de tus hombros antes de que te dobles sobre ti mismo. Permaneceré quieto, testigo de un dolor que, por más me explicaran diversas almas, deseaba nunca comprender.

—Hoy es el primer día de tu muerte, pero no será el último. —Empecé a decir mientras me acercaba, el eco de mis pasos ensordecedor en el silencio de la Muerte—. A menos que me dejes guiarte a la luz.

Estiré mi mano de nuevo, el espacio bajo el paraguas cálido contra los dedos que al fin rodearon los míos.

Sonreí, la sensación helada de su piel fantasmal recuerdo en sí de los sucesos de noches muy antiguas. La ternura que despiertas me es familiar, tanto que pronto te arrimo contra mí. Tu espalda era delgada, tu frente apenas rozaba mi clavícula.

Pareces aceptar el latido de mi corazón igual que aceptarías cualquier cosa. Carraspeo mientras observo los rasgos todavía suaves de la niñez. Tras la sangre como costra en tu cara, encuentro unos ojos grises llenos de huracanes marcados de sospechas y de secretos a revelar. Tu vida eterna sería siempre la de un joven atrapado en el límite entre la adultez y la infancia, sin tocar nunca ninguna.

Mi voz suena clara a mis oídos, el tacto de tu piel arrastra mi existencia a ese lugar lleno de sombras donde te encuentras ahora. La liviandad recorre desde mi nuca hasta mis pies, las luces de las calles transformándose en neones y las aceras llenándose de presencias de muchos siglos, reflejadas en los vidrios de las tiendas.

—Puedes llamarme Goethe y tú serás mi Werther.

Tus labios temblaron, la piel quebrándose al moverlos. Tu voz era un susurro apenas audible contra los otros transeúntes.

—¿Cómo...? ¿Cómo sabes que no recuerdo mi nombre?

Ladeé la cabeza sin poder contener la sonrisa mucho más tiempo. Dí un par de palmadas sobre tus cabellos otro tiempo claros.

—No es mi primer rodeo. —Dejé caer el paraguas, el agua incapaz de cruzar a ese lado conmigo. El suelo seguía brillante, húmedo, charcas como tinta de colores, pero los movimientos de las ondas no correspondían a los pasos de ese lado. Solo los vivos podían alterarlos—. Vamos. En casa podemos hablar mejor. Hay muchos oídos aquí.

Dudaste de nuevo, lo noté en la sombra que ahora reflejabas en el suelo, pero pronto el chapoteo de tus zapatillas alcanzó mi ritmo y tu mano se entrelazó con la mía, ahora suave, cálida.

Dudaste de nuevo, lo noté en la sombra que ahora reflejabas en el suelo, pero pronto el chapoteo de tus zapatillas alcanzó mi ritmo y tu mano se entrelazó con la mía, ahora suave, cálida

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Vicisitudes de un adulto suicidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora