Strange to my eyes

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El amanecer rompía lentamente en la finca, pero en la habitación oscura donde Sanemi había confinado a Genya, el tiempo parecía haberse detenido. Los rayos de luz apenas se filtraban a través de las ventanas cubiertas, proyectando sombras largas y amenazantes sobre el suelo de madera.

Aquel pelinegro, estaba exhausto y adolorido, habían pasado al menos 2 noches desde lo ocurrido, estaba en una vigilia incomoda, atado a una silla. Los nudos apretados le habían dejado varias heridas y marcas en las muñecas, y el dolor sordo en su estómago por el golpe con la empuñadura del cuchillo de su hermano persistìa, y peor combinándolo con lo hambriento que estaba. Cada intento de movimiento que hiciese solo agravaba su situación en aquella habitaciòn.

Sanemi, sin embargo, no parecía afectado por el paso del tiempo. Había permanecido despierto, vigilando a su hermano con una intensidad que bordeaba lo obsesivo. Su rostro estaba marcado por la ira y firmeza, sus ojos fijos en Genya como si temiera que pudiera desaparecer en cualquier momento.

Finalmente, cuando el silencio se volvió insoportable, Sanemi rompió la tensión con un tono helado.

—¿Acaso no te das cuenta de lo que estás haciendo contigo mismo, Genya? —dijo, su voz baja pero cargada de amenaza—. Te estás cagando la vida y no puedo permitirlo, te permiti que entraras a los cazadores, pero ahora esto? ¡¿me estás jodiendo?!.

Genya levantó la cabeza con esfuerzo, sus ojos llenos de cansancio y desesperación.

—Sanemi, ya te lo dije, no tengo otra opción. No puedo seguir así. Necesito dinero y todo lo hago es por ti, para poder acercarme y querer que todo vuelva a la normalidad, solo... quiero disculparme de todo —respondió con un hilo de voz.

Sanemi se acercó lentamente, sus pasos resonando en la habitación. Se agachó frente a Genya, su rostro apenas a unos centímetros del suyo.

—No me importa el dinero ni tus estúpidas disculpas. Hay otras maneras, maneras que no te ponen en peligro. Pero si insistes en seguir este camino, entonces tendré que tomar medidas más drásticas —dijo, con un tono siniestro.

Antes de que Genya pudiera responder, Sanemi se levantó de un salto y salió de la habitación, cerrando la puerta con un golpe seco. Genya se quedó solo, el eco de las palabras de su hermano resonando en su mente. Sabía que Sanemi no era alguien que hiciera amenazas vacías. El miedo se entrelazaba con su desesperación, creando una sensación de impotencia abrumadora.

Horas después, la puerta se abrió de nuevo. Esta vez, Sanemi no estaba solo. Dos cazadores de demonios, amigos cercanos de Sanemi, entraron en la habitación. Sin decir una palabra, desataron a Genya y lo levantaron de la silla, llevándolo a la fuerza hacia el patio trasero de la finca.

Allí, Sanemi esperaba con un balde de agua fría y varios instrumentos de tortura improvisados. Sus intenciones eran claras: romper la voluntad de su hermano menor y asegurarse de que nunca volviera a poner un pie en el Distrito Rojo y ni en la fundación de cazadores.

—Voy a enseñarte una lección que no olvidarás, Genya —dijo Sanemi, su voz helada como el viento que representaba—. Y no te detendré hasta que aprendas.

El primer golpe fue con una vara de bambú, que se estrelló contra la espalda de Genya con un crujido sordo. Genya gritó de dolor, pero los cazadores lo mantenían firme, sus rostros impasibles ante el sufrimiento del joven. Cada golpe era una mezcla de ira y desesperación, una muestra brutal del amor retorcido de Sanemi por su hermano.

Sanemi no se detuvo ahí. Soltó la vara de bambú y, con una fría determinación, tomó una cuerda con nudos en sus manos. Los nudos estaban hechos específicamente para desgarrar la piel con cada golpe. Sanemi balanceó la cuerda y la dejó caer sobre la espalda de Genya, rasgando su carne y dejando líneas rojas de sangre que goteaban lentamente.

—Esto es por tu bien, Genya, para que recuerdes —dijo Sanemi, su voz llena de una peligrosa calma.

Genya gritó nuevamente, su cuerpo se retorcía con cada golpe. Los cazadores lo mantenían firme, sus manos apretando con más fuerza para evitar que se desplomara. Las lágrimas corrían por las mejillas de Genya, mezclándose con el sudor y la sangre que manchaba su piel.

—Sanemi... por favor... basta —imploró Genya, su voz quebrada por el dolor.

Pero Sanemi no mostró piedad. Soltó la cuerda y tomó un cubo de agua fría, lanzándola sobre el cuerpo de Genya. El agua golpeó las heridas abiertas como un millar de agujas, arrancando un alarido desgarrador de los labios de Genya. La mezcla de agua y sangre formaba charcos a sus pies, reflejando la crueldad del castigo.

Sanemi no se detuvo ahí. Con una mirada de acero, buscó un hierro al rojo vivo que había preparado previamente. El metal brillaba intensamente, y el calor irradiaba por la habitación. Sanemi lo acercó a la piel de Genya, sin tocarla, dejándolo sentir el calor abrasador. La amenaza del dolor era suficiente para hacer que Genya se estremeciera.

—¿Entiendes ahora, Genya? ¿Entiendes por qué hago esto? —gruñó Sanemi, acercándose para agarrar a su hermano por el cabello, levantando su rostro ensangrentado.

Genya no pudo responder, su cuerpo temblaba incontrolablemente, su mente nublada por el dolor. Sanemi lo soltó, dejando que su cabeza cayera hacia adelante.

—No me obligues a hacer esto de nuevo, Genya. La próxima vez no seré tan compasivo —dijo Sanemi, su voz un susurro lleno de amenaza.

Sanemi, no satisfecho aún, tomó un conjunto de pinzas y comenzó a presionar los puntos más sensibles de los músculos de Genya, causando espasmos de dolor agónico. Cada pinza se clavaba con precisión, extrayendo gritos de angustia que resonaban en la habitación.

Finalmente, Sanemi se apartó, observando a su hermano menor, ahora un amasijo de dolor y sufrimiento. Los cazadores soltaron a Genya, permitiéndole colapsar en el suelo. Genya, al borde de la inconsciencia, apenas podía mantenerse en pie.

—Esto es por tu propio bien, Genya. Algún día entenderás —dijo, su voz más suave pero aún cargada de una peligrosa determinación.

Sanemi ordenó a los cazadores que llevaran a Genya de vuelta a su habitación.Los cazadores levantaron a Genya y lo arrastraron de regreso a la habitación. Genya apenas podía mantenerse en pie, cada paso era un tormento. Esta vez, no lo ataron, pero la advertencia era clara. Cualquier intento de escapar resultaría en una repetición aún más brutal de lo que acababa de suceder.

Una vez en la habitación, los cazadores lo dejaron caer sobre su futón, cerrando la puerta tras ellos. Genya, tumbado en su futón, con el cuerpo cubierto de moretones y cortes, toda piel era amasijo de dolor y sufrimiento. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras se desvanecía en la oscuridad del sueño, su mente atormentada por la violencia y el amor distorsionado de su hermano mayor, perdidos en un abismo de desesperación.

La finca, que una vez había sido un refugio, se había convertido en una prisión, y Sanemi, su carcelero. El camino hacia la redención y la comprensión parecía más oscuro y peligroso que nunca. En la oscuridad de la noche, el sonido de los sollozos de Genya era el único testigo de su tormento.

"En la tormenta de la noche, las cicatrices del viento cortaban más profundo que la propia carne."

Killing me SoftlyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora