Capítulo 1: Miradas

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Mayo de 1606 - Carabela Santa / Océano Atlántico

El sol se abatía sobre la cubierta de la carabela Santa, haciendo resplandecer la madera gastada y calentando el rostro de Satoru hasta hacerlo sudar bajo su alzacuellos. El océano Atlántico se extendía a su alrededor como un lienzo infinito, meciéndose con un ritmo engañoso que le revolvía el estómago. Jamás se había acostumbrado al mar, y la idea de tantos meses navegando lo había llenado de aprensión desde el principio.

- ¿Se encuentra bien, padre? - preguntó una voz a su lado. Satoru se giró con dificultad, luchando contra una oleada de náuseas. Un joven marinero lo observaba con preocupación, sus ojos curtidos por el sol reflejando la luz cegadora del océano.

- Estaré mejor en cuanto toquemos tierra - murmuró Satoru, llevando una mano a su boca para contener las arcadas.

A decir verdad, la idea de pisar tierra firme le producía un alivio casi doloroso. Había partido de España hacía meses, enviado por el arzobispo en persona con la misión de llevar la palabra de Dios al nuevo mundo. Una tarea loable, sin duda, pero que Satoru sentía como un peso enorme sobre sus hombros. Al menos, el viaje estaba llegando a su fin. Levantó la vista, entrecerrando los ojos ante el resplandor, y su corazón dio un vuelco. En el horizonte, como una línea oscura que rompía la monotonía del azul, se perfilaba la costa.

La expectación se extendió por la cubierta como un reguero de pólvora. Los marineros se movían con renovada energía, gritando órdenes y preparando el desembarco. Saturo observaba la escena con una mezcla de ansiedad y fascinación. Pronto, él también estaría allí, en esa tierra desconocida, listo para comenzar su misión. El barco se adentró en una bahía de aguas tranquilas, rodeada de una exuberante vegetación que descendía hasta la misma orilla. Los marineros lanzaron cuerdas y aseguraron la carabela a unos robustos troncos que servían de muelle improvisado. En la costa, un puñado de personas observaba la llegada del barco con curiosidad.

Satoru bajó por la pasarela improvisada con piernas temblorosas, agradecido de sentir por fin la solidez de la tierra bajo sus pies. El capitán, un hombre corpulento con el rostro curtido por años de sol y salitre, lo esperaba junto a un joven de mirada seria y cabello rubio ceniza.

- Bienvenido a Santa Catalina, padre Gojo - dijo el capitán con una sonrisa afable. - Las cartas del arzobispo no mentían, es usted tal y como lo describían.

Satoru asintió, ajustándose el pesado crucifijo que colgaba de su cuello. El viaje lo había dejado exhausto, pero la mirada inquisitiva del joven rubio a su lado lo sacó de su ensoñación.

- Padre, permítame presentarle a mi mano derecha, Nanami. Él se encargará de acompañarlo hasta la posada.

- Es un placer, padre - dijo Nanami con una leve inclinación de cabeza. Su voz era tranquila y mesurada, en contraste con la actitud jovial del capitán.

- El placer es mío - respondió el sacerdote, dedicándole una sonrisa amable. - Aunque, por favor, llámame Satoru. "Padre" me hace sentir viejo a mis veintiocho años.

Nanami pareció sorprendido por un instante, pero rápidamente recuperó la compostura. Unos pasos detrás de él, Satoru notó la presencia de otra figura: un hombre alto y corpulento, con el cabello largo de color negro, ropa hecha pedazos que parecían tiras. Su piel estaba marcada por cicatrices profundas que parecían recorrer todo su cuerpo, como si fueran tatuajes grotescos al menos en su rostro no había ninguna cicatriz. Sus ojos, de un color ámbar intenso, lo observaban con una mezcla de curiosidad y recelo.

- Y él es Suguru - añadió Nanami, señalando al hombre con un gesto de la mano. - Mi... sirviente.

Satoru sintió una punzada de interés al observar a Suguru. Había algo en la mirada desafiante del hombre, en la rudeza de sus facciones, que lo intrigaba.

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