Capítulo 14: Estación 2 | Cargar la Cruz

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El día que lo vió en el convento sabia que estaba perdido, el día que sintió como su prometido lo abrazaba con fuerza, ese día tuvo que abandonar el lugar que lo acogió por varios meses e instalarse en una casa en la que Yuji había alquilado muy cerca del convento por cierto dejaba con arrepentimientos. estaba arrepentido pero no por Sukuna o mezclarse en esa red carnal que tenían si no por el hecho que tuvo miedo a empezar una nueva vida. El tiempo había pasado muy rápido y las cosas para el pelinegro joven iban decayendo.

El corazón de Megumi latía con la fuerza de un pájaro atrapado mientras Yuji se movía sobre él. Cada caricia, cada beso, cada roce de su piel despertaba en él una mezcla de placer y culpa. Placer por la entrega de Yuji, por la pasión que emanaba de cada poro de su ser. Culpa por la verdad que ocultaba, por la traición que se anidaba en su corazón.

Porque mientras Yuji se perdía en un mar de sensaciones, la mente de Megumi vagaba por otros lares. Imágenes de Sukuna, el hermano gemelo de Yuji, lo atormentaban como espectros en la oscuridad. Sus ojos rojos como la sangre, su sonrisa cruel y seductora, el aura de poder y peligro que lo envolvía... Sukuna era todo lo que Yuji no era, y sin embargo, era esa oscuridad, esa intensidad prohibida, lo que atraía a Megumi con la fuerza de un imán.

Recordaba la primera vez que lo vio, durante una visita oficial al palacio del rey. Sukuna, relegado a las sombras por su naturaleza rebelde, lo observaba desde un balcón con una mezcla de desprecio y curiosidad. Sus miradas se cruzaron por un instante, un choque de fuerzas opuestas que dejó a Megumi sin aliento. Desde ese momento, no pudo sacarlo de su mente.

La fuga de la casa de los Itadori, donde había sido retenido contra su voluntad, había sido una oportunidad para escapar no solo de la prisión física, sino también de la tortura emocional que suponía estar cerca de Yuji, amarlo en silencio mientras su corazón anhelaba a otro. Pero el destino, caprichoso e irónico, lo había llevado de vuelta al punto de partida, al convento donde Yuji ahora se entregaba a él con una pasión que Megumi no podía, no quería corresponder.

La ironía era aún más cruel al saber que Yuji desconocía la verdad sobre su situación con los Itadori. Kaori Itadori, la madre de Yuji, una mujer ambiciosa y despiadada, le había utilizado como moneda de cambio en sus juegos de poder. Le había hecho creer a Yuji que su estancia en la mansión era voluntaria, un acto de buena fe entre familias nobles. Pero Megumi conocía la verdad: era un prisionero, un rehén en la guerra fría que libraban su padre y el condesa Itadori y Jin el padre de Yuji no podía decir nada, su titulo de conde estaba en riesgo.

Un gemido escapó de los labios de Yuji, devolviendo a Megumi al presente. Sus ojos se encontraron, como en un día despejado, llenos de amor y deseo. Y por un instante, solo un instante, Megumi deseó poder sentir lo mismo, poder corresponder a la pasión de Yuji con la misma intensidad. Pero la sombra de Sukuna se interponía entre ellos, un recordatorio constante de la verdad que lo carcomía por dentro.

La culpa lo atenazaba, fría y despiadada. Debía decirle la verdad a Yuji, liberarlo de la mentira en la que vivía. Pero el miedo lo paralizaba. Miedo a la reacción de Yuji, a la decepción en sus ojos, a la posibilidad de perderlo para siempre. Así que Megumi se aferró a la mentira, a la farsa que se había convertido su relación. Cerró los ojos, fingiendo una pasión que no sentía, y se entregó al abrazo de Yuji, esperando que la culpa que lo consumía no lo destruyera por completo.

El cansancio, o quizás la culpa, se apoderó de Megumi tras el encuentro con Yuji. Mientras el joven se abandonaba al sueño, exhausto y satisfecho, Megumi se levantó de la cama con sigilo. Cada músculo de su cuerpo le dolía, pero el dolor físico no era nada comparado con la punzada de remordimiento que le oprimía el pecho.

Yuji, ajeno a la tormenta que se gestaba en el interior de Megumi, murmuró algo en sueños y se acurrucó entre las sábanas. Megumi lo observó un instante, su rostro angelical contrastando con la oscuridad de sus pensamientos. ¿Cómo podía ser tan cruel con alguien que lo amaba con tanta sinceridad?

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