Capítulo 03: LAS MONJAS (Capítulo en edición)

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14 años atrás...

LUNA

Era el primer día de clases del último año que pasaría en esa cárcel regida por monjas. Dos días antes había cumplido quince años, y aunque Gloria me decía que ya era toda una mujer, yo no me sentía como tal. Esa mañana, al levantarme, fui directo al espejo y me miré detenidamente. Empecé a buscar en mi reflejo a esa supuesta mujer que debía ser. Tal vez estaba en algún límite de mi rostro redondo, o en el fondo de los cristalinos de mis ojos verde río, o en el entrebosque de mi cabello rizado. Pero no, no la encontré.

Tal vez la buscaría después, quizás en unos años, o quién sabe qué podría pasar mañana que me hiciera crecer de repente y al fin pudiera verla.

Antes de bajar a desayunar, me miré una vez más en el espejo. Alisé los pliegues de mi falda vinotinto y me aseguré de que la camisa blanca estuviera bien metida por dentro. Organicé mi cuello, ajusté la correa de cuero en mi cintura y estiré las medias hasta justo bajo mis rodillas. Tomé aire, luego mi maletín de mariposas azules, y bajé a la cocina.

Era lunes, el día más tranquilo para el hotel, pero el más desastroso para Gloria. Aunque siempre tenía ayuda en la cocina, no le gustaba que nadie más que ella nos preparara el desayuno. Se tomaba en serio su papel de ser la mejor abuela.

Al ingresar, solo vi a Paulina sentada en la esquina del comedor, mirando a la nada mientras masticaba con pereza su sándwich. Me senté a su lado y, sin hablar, empecé a comer junto con ella. Ella tampoco habló; sabía que debía esperar a que quisiera hacerlo. Todas las vacaciones estuvo fuera y, aunque me moría de ganas de saber qué hizo o qué país nuevo visitó, esperaría a que ella misma quisiera contármelo.

Luego, Gloria puso dos platos más frente a nosotras, y así fue que me di cuenta de que ellos también estaban allí, que él estaba allí.

No comí, tragué. Me embutí el desayuno tan rápido como pude, me levanté, besé la cabeza de Gloria en agradecimiento y agarré a Paulina del brazo, levantándola y haciéndola tropezar. Tomé los maletines de ambas y, corriendo, nos saqué del hotel y emprendí nuestro camino a pie hasta la cárcel.

—En algún momento vas a tener que hablar con él —dijo Paulina.

—Sí, pero no hoy.

—¿Entonces cuándo?

Tomadas de la mano, atravesamos el parque, pasamos por la iglesia donde nos saludó el padre, y nos detuvimos en uno de los pocos semáforos que había en el pueblo. No porque estuviera en rojo, verde o naranja; es que no servía, pero aquí la gente andaba como loca en moto, carro y bicicleta. Aún podía recordar el dolor cuando me atropelló una, pero no fue nada, sobreviví.

—Cuando vos hablés con Santiago —dije.

Se rió.

—O sea, jamás.

—Que sea jamás, entonces.

Al llegar a la siguiente esquina, ya casi en la galería, nos encontramos con María Luisa, a quien su papá había dejado en una moto de dos tiempos que sonaba horriblemente fuerte. Se bajó con tanta emoción que no le importó llevar falda, revelando un pequeño short de flores rosas.

—¡Qué se dicen, señoritas! —nos saludó Don Fabio, y le respondimos con sonrisas.

María Luisa se despidió de él con un beso en la mejilla, él le echó la bendición y luego vino corriendo hacia nosotras sin mirar la calle antes de cruzar. Un carro le pitó y ella le gritó una obscenidad.

—¡Jelou, jelou! —dijo cantado, abrazándonos a ambas—. ¿Cómo las trata la vida hoooy?

Una vez más, María Luisa le había hecho algo nuevo a su cabello, antes de salir a vacaciones lo tenía castaño con mechones azules, hoy se los había cortado y ahora los llevaba con mechones rojos y a la altura de los hombros.

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