...

540 10 1
                                    

Vamos a ver. A mí no me gusta nada estar encerrada en un ascensor. Me agobia mucho y comienzo a
sudar. Si entro en pánico, será peor, de modo que decido buscar soluciones. Lo primero, me recojo el
pelo en la nuca y lo sujeto con un bolígrafo. Después le paso mi botellita de agua a Manuela para que
beba e intento bromear con las chicas de contabilidad mientras reparto chicles con sabor a fresa. Pero mi
calor va en aumento, así que finalmente saco un abanico de mi bolso y comienzo a abanicarme. ¡Qué
calor!
En ese momento, uno de los hombres que se mantenían en un segundo plano apoyado en el ascensor se
acerca a mí y me agarra por el codo.
—¿Te encuentras bien?
Sin mirarlo y sin dejar de abanicarme, le contesto:
—¡Uf! ¿Te miento o te digo la verdad?
—Prefiero la verdad.
Divertida, me vuelvo hacia él y, de repente, mi nariz choca contra una americana gris. Huele muy
bien. Perfume caro.
Pero ¿qué hace tan cerca de mí?
Inmediatamente doy un paso hacia atrás y lo miro para ver de quién se trata. Desde luego, es alto, le
llego a la altura del nudo de la corbata. También es castaño, tirando a rubio, joven y con ojos claros. No
me suena de nada y, al ver que me mira a la espera de una contestación, cuchicheo para que sólo él me
pueda oír.
—Entre tú y yo, los ascensores nunca me han gustado y como no se abran las puertas en breve, me va
a entrar el nervio y…
—¿El nervio?
—Aja…
—¿Qué es «entrar el nervio»?
—Eso, en mi idioma, es perder la compostura y volverse loca —le respondo, sin parar de
abanicarme—. Créeme. No querrías verme en esa situación. Incluso, como me descuide, me pongo a
echar espumarajos por la boca y la cabeza me da vueltas como a la niña de El exorcista. ¡Vamos, todo un
numerito! —Mis nervios aumentan y le pregunto, en un intento por calmarme—: ¿Quieres un chicle de
fresa?
—Gracias —responde y coge uno.
Pero lo gracioso es que lo abre y me lo mete en la boca a mí. Lo acepto soprendida y, sin saber por
qué, abro otro chicle y hago la operación a la inversa. Él, divertido, también lo acepta.
Miro a Manuela y compañía. Siguen histéricas, sudorosas y descoloridas. De modo que, dispuesta a
que mi histerismo no aumente, intento entablar conversación con el desconocido.
—¿Eres nuevo en la empresa?
—No.
El ascensor se mueve y todas se ponen a chillar. Yo no voy a ser menos. Me agarro al brazo del
hombre en cuestión y le retuerzo la manga. Cuando soy consciente, lo suelto en seguida.
—Perdón… perdón —me disculpo.
—Tranquila, no pasa nada.
Pero no puedo estar tranquila. ¿Cómo voy a estar tranquila encerrada en un ascensor? De repente noto

Pídeme Lo Que Quieras Donde viven las historias. Descúbrelo ahora