37

17 0 0
                                    

EL camino de regreso a Jerez es ameno y divertido. Escuchar a mi padre y a sus amigos contar chistes
es para morirse de risa. ¡Qué gracia tienen los jodíos! Al llegar a Jerez, Fernando insiste en tomar algo
con la excusa de que hay que celebrar el triunfo. Declino la invitación y, cuando llegamos a mi casa, sin
cambiarme ni nada, bajo mi moto del remolque, agarro el trofeo y salgo disparada para la villa, donde
me espera Eric.
Cuando llego a la puerta, llamo y, dos segundos después, la enorme cancela blanca se abre. Acelero
mi moto y subo por el caminito rodeado de pinos. A lo lejos, veo la casa y a Eric. Parece hablar por
teléfono. Acelero, hago una derrapada, un trompo y cuando el polvo me rodea, paro la moto, lo miro y
levanto mi trofeo, orgullosa.
—Te lo has perdido. Te has perdido mi triunfo.
Eric no sonríe, cierra el móvil, se da la vuelta y entra en el interior de la casa.
Sorprendida por su seca reacción, me bajo de la moto y lo sigo. Me enferma cuando se pone tan
hermético. En mi camino me quito las gafas y el casco y lo dejo sobre una mesa. Eric está en la cocina
bebiendo agua. Espero que regrese antes de atacar.
—¿Cómo puedes haberte ido sin decirme nada?
—Estabas muy ocupada.
—Pero, Eric… yo quería que estuvieras allí.
—Y yo quería que tú no hicieras esas locuras.
—Eric… escucha…
—No. Escucha tú. Si tienes que volver a ir a dar saltos con la moto a cualquier otro lugar, no cuentes
conmigo, ¿entendido?
—Valeeeee… pero, venga, no te enfades. No seas un niño.
Mis palabras lo hieren y se enfurece aún más.
—Te dije que no quería que te pusieras en peligro y tú has continuado con tu jueguecito sin pensar en
cómo me podía sentir. Te podías haber matado delante de mis ojos y yo no podría haber hecho nada para
impedirlo. Por Dios, ¿cómo puedes ser tan inconsciente?
Se aparta de mi lado. Su reacción me parece excesiva.
—No soy una inconsciente. Sé muy bien lo que hago.
—Sí, claro… no me cabe la menor duda. Y, por si fuera poco, encima tengo que soportar a ese tal
Fernando.
—Ah, no… eso sí que no, guapito —replico enfurecida—. No me parece bien que me reproches lo
del motocross pero, fíjate, ¡hasta lo puedo entender! Pero que me reproches las palabras de Fernando, no,
¡eso sí que no!
—¡«Nuestra chica»!, dice el imbécil —farfulla furioso—. No ha parado de hacer comentarios
incómodos todo el rato ante mí. Si no le he partido la cara ha sido por respeto a tu padre y al suyo,
porque si por mí hubiera sido… —Y antes de que yo pueda replicar, me pregunta—: Dijiste que habías
tenido algo con él, ¿seguís teniéndolo?
No respondo. No quiero revelarle lo que Fernando me dijo que sabía de él, ni lo que hubo entre nosotros, pero Eric insiste:
—Respóndeme, ¿qué ha habido entre ese tipo y tú?
—Algo. Pero fue sin importancia y…
—¿Algo? ¿Qué es ese algo? —exige con voz gélida.
—¿Acaso te he pedido yo a ti un listado de todas tus amiguitas de juegos? —le pregunto, sorprendida
por el cariz que está tomando la conversación—. Si mal no recuerdo, tú fuiste el primero que quiso tener
algo conmigo sin…
—Sé muy bien a lo que te refieres. Pero creo que eres lo suficientemente madura como para entender
que eso entre nosotros ha cambiado.
—¿Ah, sí?
Sin cambiar su gesto, gruñe.
—Te acabo de hacer una pregunta. Yo siempre he sido sincero contigo. Cuando regresé en tu busca
desde Asturias me preguntaste si había jugado con Amanda y yo fui sincero. ¿No puedes serlo tú ahora?
—De acuerdo. Entre Fernando y yo ha habido sexo.
—¿Y ahora? ¿En los días que has estado aquí antes de que yo llegara?
—Nada…
—No me lo creo.
—En Madrid me acosté con él, pero aquí no. —Eric maldice, y yo prosigo—: Aquí sólo ha habido un
par de besos y…
—Ese tipo no es el típico que se conforma con besos. He visto cómo te miraba y, cuando ha dicho lo
de compartir la cerveza, ¡Dios… lo hubiera machacado!
Enfadada por sus palabras y por cómo me grita, respondo:
—Quizá él no se conformara con besos, pero yo sí. Nunca me he comportado con él como me
comporto contigo porque él no es como tú, maldita sea. Y, ¿sabes? Me voy. No quiero escuchar más
tonterías por tu parte o te juro que no te lo voy a perdonar. Cuando te relajes me llamas por teléfono y
quizá… sólo quizá yo te perdone el numerito que me acabas de montar.
Dicho esto me doy la vuelta, agarro el casco y las gafas de la moto y aún con el trofeo en las manos
salgo de la casa, arranco mi moto y me marcho. El camino de pinos lo hago con la rabia instalada en mi
rostro ¿Quién se ha creído Eric para hablarme así? ¿Por qué yo no le exijo nada y él a mí sí? Cuando
llego a la cancela blanca veo que se abre para que salga. Acelero, pero antes de traspasarla, freno de
nuevo y grito de frustración. Me bajo de la moto y doy un par de patadas en el aire. Mataría a Eric
cuando se pone así.
La cancela blanca se cierra tras unos instantes y, durante unos minutos, cierro los ojos furiosa
mientras me pongo de cuclillas en el suelo. Eric me agota y sus constantes cambios de humor me vuelven
loca. Me desconcierta con sus palabras y sus hechos. No sé nunca lo que quiere y menos aún cómo
proceder.
De pronto oigo un ruido ronco acercarse. Levanto la cabeza y veo a Eric que, con su moto, se dirige
hacia mí. Cuando llega a mi altura, detiene la moto, pone la pata de cabra y se baja. Me mira.
—¿Cómo puedes ser tan frío?
—Con práctica.
Resoplo y, sin poder contener mi furia, me levanto del suelo.
—Me desesperas, Eric. No puedo con tu manera de ser. A veces te comería a besos, pero otras te mataría. Y ésta es una de esas veces. Siempre te crees el rey del mundo. El rey de la razón. El rey del
universo. Eres un cabezón, un mandón, un intransigente y…
—Tienes razón.
Su respuesta me sorprende.
—¿Puedes repetir lo que has dicho?
Eric sonríe.
—Tienes razón, pequeña. Me he pasado. He pagado contigo mi nerviosismo al verte saltar con esa
maldita moto y los comentarios nada acertados de tu amigo Fernando. —Cuando ve que voy a decir algo,
me interrumpe—: No quiero volver a hablar de ese tipo. Aquí lo importante somos tú y yo. Y por eso iba
a buscarte.
Su sonrisa. ¡Oh, Dios…! Su sonrisa. Qué guapo está cuando sonríe. Sin necesitar nada más, me
acerco a él.
—¿Por qué tenemos que discutir por todo?
—No lo sé.
—Discutimos por todo menos por el sexo.
—Mmmm… buen comienzo, ¿no?
Ambos soltamos una risotada y Eric me coge. Me besa los nudillos.
—¿Sigues enfadado?
—Mucho.
—¿De verdad?
—Con lo que has hecho hoy, me has quitado diez años de vida.
—Exagerado. —Sonrío.
Eric asiente, se le oscurece la mirada y cierra los ojos.
—Jud, mi hermana Hannah se mató hace tres años practicando deportes de riesgo. Ella era como tú,
una chica joven llena de energía y vitalidad. Un día me invitó a ir con ella y sus amigos a hacer puenting.
Lo pasábamos bien hasta que su cuerda… y… yo… yo no pude hacer nada por salvar su vida.
Las carnes se me abren. Aquello es terrible. Vio morir a su hermana. Lo que me acaba de confesar me
hace entender la angustia que ha vivido mientras yo disfrutaba dando saltos y derrapando con el
motocross. Consciente de su dolor, quiero decirle algo, pero se me vuelve a adelantar:
—Ése es el motivo real por el que no pude seguir viendo lo que hacías.
—Lo siento… yo… yo no sabía.
—Lo sé, cariño. —Me abraza con desesperación y murmura—: Ahora sonríe, por favor. Necesito que
sonrías y que no me preguntes por nada de lo que te he explicado. Duele. Duele demasiado y no quiero
recordarlo, ¿de acuerdo?
Muevo la cabeza, en un gesto de comprensión y, sin hablar nada más, Eric me besa con auténtica
pasión. Sonrío, intento no pensar en la tragedia que me acaba de explicar y me dejo llevar por mi amor.
Minutos después, coge el trofeo que aún llevo entre mis manos y lo mira.
—Te voy a matar, morenita. Qué rato más malo me has hecho pasar.
—Eric… es motocross, ¿qué esperabas?
Sonríe, me suelta y se monta en su moto con el trofeo en las manos.
—Volvamos a casa, campeona. Vamos a celebrar como se merece tu triunfo.

Pídeme Lo Que Quieras Donde viven las historias. Descúbrelo ahora