...

150 3 0
                                    

Diez minutos después, nos encontramos en el coche de Tomás en dirección a mi casa.
Cuando entro en ella echo de menos la presencia de Curro. Eric se da cuenta y me besa en la cabeza.
—Vamos, son las seis. Date prisa o llegarás tarde.
Eso me reactiva.
Entro en mi habitación. Me pongo unos vaqueros. Unas zapatillas de deporte y una camiseta azul. Me
recojo el pelo en una coleta alta y salgo rápidamente de allí. Sin necesidad de mirarlo, sé que me está
observando. La temperatura de mi piel sube cuando estoy cerca de él. Cojo la cámara de fotos y una
mochila pequeña.
—Vamos —le digo.
Guío a Tomás entre el tráfico de Madrid y en pocos minutos llegamos hasta la puerta de un colegio.
Eric, sorprendido, baja del coche y mira a su alrededor. No parece haber nadie. Yo sonrío. Lo cojo de la
mano con decisión y tiro de él. Entramos en el colegio y el desconcierto de su cara crece. Me hace gracia
verlo así. Me gusta verlo desconcertado y tomo nota de ello.
Segundos después, abro una puerta donde pone «Gimnasio» y un bullicio tremendo nos engulle. En
seguida, docenas de niñas de edades comprendidas entre los siete y los doce años corren hacia mí
gritando.
—¡Entrenadora! ¡Entrenadora!
Eric me mira, estupefacto.
—¿Entrenadora?
Yo sonrío y me encojo de hombros.
—Soy la entrenadora de fútbol femenino del colegio de mi sobrina —respondo antes de que las
pequeñas lleguen hasta donde estamos nosotros.
Eric abre la boca, por la sorpresa, y luego sonríe. Pero ya no puedo hablar con él. Las pequeñas han
llegado hasta mí y se cuelgan de mis brazos y mis piernas. Bromeo con ellas hasta que sus madres me las
quitan de encima.
—¿Quién es ese tiarrón? —oigo que me dice mi hermana.
—Un amigo.
—¡Vaya, cuchufleta, vaya amigo! —murmura y yo sonrío.
Las mamás de las pequeñas se revolucionan ante la presencia de Eric. Es normal. Eric desprende
sensualidad y yo lo sé. Tras saludar a todo el mundo, mi hermana no para de pedirme que le presente a
Eric y al final claudico. ¡Anda que no se pone pesadita! Finalmente, agarrada a su brazo, me acerco hasta
donde él se encuentra sentado.
—Raquel, te presento a Eric. —Él se levanta para saludarla—. Eric, ella es mi hermana y el monito
que está sentado en mi pie derecho es mi sobrina Luz. —Se dan dos besos.
—¿Por qué eres tan alto? —pregunta mi sobrina.
Eric la mira y responde:
—Porque comí mucho cuando era pequeño.
Mi hermana y yo sonreímos.
—¿Por qué hablas tan raro? —vuelve a preguntar Luz—. ¿Te pasa algo en la boca?
Yo voy a responder, pero entonces él se agacha hacia mi sobrina.
—Es que soy alemán y, aunque sé hablar español, no puedo disimular mi acento.
La pequeña me mira, divertida. Pero yo maldigo para mis adentros esperando su respuesta sin poder
detenerla.
—Vaya paliza que os dieron los italianos el otro día. Os mandaron para casita.
Mi hermana se lleva a la niña, avergonzada, y Eric se acerca a mí.
—No se puede negar que es tu sobrina —susurra en mi oído—. Es tan clarita como tú a la hora de
decir las cosas.
Ambos reímos y las pequeñas corren de nuevo hacia mí. Aquello no es un entrenamiento, es la fiesta
de verano que las mamás han montado para acabar el curso. Durante hora y media hablo con ellas, abrazo
a las niñas para despedirme y me hago cientos de fotos con ellas. Eric se mantiene sentado en las gradas
en un segundo plano y, por su gesto, parece disfrutar del espectáculo.
Las niñas me entregan un paquetito, lo abro y de él saco un balón de fútbol hecho de chuches de
colores. Aplaudo tanto como ellas, ¡me encantan las chuches! Mi sobrina me mira y me señala a su amiga
Alicia. Han hecho las paces y yo levanto el pulgar y le guiño el ojo. ¡Olé, mi niña! Pasados unos minutos
y después de besar a todas las mamás y a mis pequeñas futbolistas, todas abandonan el gimnasio. Mi
hermana y mi sobrina entre ellas.
Feliz por la despedida que me han brindado, me vuelvo hacia Eric y lleno dos vasos de plástico con
un poco de Coca-Cola algo calentorra mientras me acerco a él.
—¿Sorprendido? —le pregunto, ofreciéndole uno de los vasos.
Eric lo acepta y le da un trago.
—Sí. Eres sorprendente.
—Vale, vale, no sigas, que me lo voy a creer.
Ambos nos reímos y nos miramos.
Ninguno dice nada y el silencio nos envuelve. Finalmente cojo fuerzas y digo con sinceridad:
—Eric, mi vida es lo que ves: normalidad.
—Lo sé… lo sé y eso me preocupa.
—¿Te preocupa? ¿Te preocupa que mi vida sea normal?
Su mirada me traspasa.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque mi vida no es precisamente normal.
Mi cara debe de ser un poema. No lo entiendo, pero antes de que le pida explicaciones, él continúa
hablando:
—Jud, tu vida exige relación y compromiso. Unas palabras que para mí quedaron obsoletas hace
años. Muchos años. —Me toca con su mano el óvalo de la cara y prosigue—: Me gustas, me atraes, pero
no te quiero engañar. Lo que me atrae es el sexo entre nosotros. Me gusta poseerte, meterme entre tus
piernas y ver tu cara cuando te corres. Pero me temo que muchos de mis juegos no van a gustarte. Y no
hablo de sado, hablo sólo de sexo. Simplemente sexo.
Su mirada se oscurece. Me desconcierta pero no quiero renunciar a seguir jugando.
—Soy una mujer normal, sin grandes pretensiones, que trabaja para tu empresa. Tengo un padre, una
hermana y una sobrina a los que adoro y, hasta ayer, un gato que era mi mejor amigo. Soy entrenadora de
fútbol de un equipo de niñas y no cobro un duro por ello, pero lo hago porque me hace feliz. Tengo amigos y amigas con los que disfrutar de partidos, de vacaciones, de ir al cine o de salir a cenar. Ahora
te preguntarás por qué te cuento todo esto, ¿verdad? —Eric mueve la cabeza afirmativamente—. No soy
despampanante, no me gusta vestir provocativa y ni siquiera lo intento. Mis relaciones con los hombres
han sido normales, nada del otro mundo. Ya sabes, chica conoce chico, se gustan y se acuestan. Pero
nunca nadie ha conseguido sacar de mí la parte que tú en pocos días has sacado. Nunca pensé que el
morbo me pudiera volver loca. Nunca pensé que yo pudiera estar haciendo lo que estoy haciendo contigo.
Me impones y me sometes de tal manera que no puedo decir que no. Y no puedo decir que no porque mi
cuerpo y toda yo quiere hacer lo que tú quieras. Odio que me den órdenes, y más aún en el plano sexual.
Pero a ti, inexplicablemente, te lo permito. En la vida me hubiera imaginado que yo permitiría que un
desconocido como tú eres para mí, que no sabe casi ni cómo me llamo, ni mi edad, ni nada de mi vida,
me exigiera sexo con sólo mirarme y yo se lo permitiría. Todavía me cuesta comprender lo que ocurrió el
otro día en la habitación de tu hotel y…
—Jud…
—No, déjame terminar —le exijo y coloco mi mano en su boca—. Lo que ocurrió el otro día en tu
habitación, me guste o no reconocerlo, me encantó. Reconozco que cuando vi las imágenes me enfadé.
Pero cuando he vuelto a pensar en ello, en aquel momento, me he excitado y mucho. Incluso el domingo
utilicé el vibrador pensando en ti y tuve un orgasmo maravilloso al imaginar lo que ocurrió con aquella
mujer en tu habitación. —Eric sonríe—. Pero no me van las mujeres. No… no me van y, si quieres volver
a jugar conmigo en ese plano, te exijo que antes me consultes. Como te he dicho al principio de esta
conversación, no soy una especialista en sexo, pero lo vivido contigo me gusta, me pone, me incita y
estoy dispuesta a repetir.
—¿Incluso sin compromiso por mi parte?
Deseo decir que no, que lo quiero sólo para mí. Pero eso significaría perderlo y eso sí que no lo
quiero.
—Incluso sin eso.
Eric mueve su cabeza, comprensivo.
—Y, por favor… te libero de no tener que tocarme. Bésame y dime algo porque me voy a morir de la
vergüenza por la cantidad de cosas locas que te acabo de decir.
—Me estás excitando, pequeña —murmura.
Saco de mi mochila un abanico y le sonrío, avergonzada.
—Pues ni te imaginas cómo estoy yo sólo de decírtelo.
Eric me devuelve la sonrisa y se retira el pelo de cara.
—Tu nombre completo es Judith Flores García. Tienes veinticinco años, un padre, una hermana y una
sobrina. Por lo que he visto no tienes novio, pero sí hombres que te desean. Sé dónde vives y dónde
trabajas. Tus teléfonos. Sé que conduces muy bien un Ferrari, que te gusta cantar, y que no te da
vergüenza hacerlo delante de mí, y hoy he sabido que eres entrenadora de fútbol. Te gustan las fresas, el
chocolate, la Coca-Cola, las chuches y el fútbol y, si te pones nerviosa, te salen ronchas en el cuello y te
puede dar ¡el nervio! —Sonrío—. Por la manera en que tratabas a tu mascota sé que amas a los animales
y que eres amiga de tus amigos. Eres curiosa y cabezona, a veces en exceso, y eso me saca de mis
casillas, pero también eres la mujer más sexy y desconcertante con la que me he encontrado en la vida y
reconozco que eso me gusta. De momento, eso es lo que sé de ti y me vale. ¡Ah! Y a partir de ahora
prometo consultar contigo todo lo referente al sexo y nuestros juegos. Y ahora que me has liberado de mi promesa, te besaré y te tocaré.
—¡Bien! —afirmo levantando los brazos.
—Y una vez solucionado ese tema necesito que aceptes la proposición que te hice para conocerte
mejor y para que me acompañes durante el tiempo que esté en España —añade—. Esta semana
viajaremos a Barcelona. Tengo dos importantes reuniones el jueves y el viernes. El fin de semana lo
dedicaremos, si tú quieres, al sexo. ¿Te parece?
—Tu nombre es Eric Zimmerman —respondo, sin importarme su frialdad—. Eres alemán y tu
padre…
Pero él tuerce el gesto e interrumpe mi discurso.
—Como favor personal, te pediría que nunca menciones a mi padre. Ahora puedes continuar.
Esa orden me deja cortada, pero sigo:
—Eres un mandón patológico y no sé nada más de ti, excepto que te gusta el morbo y jugar con el
sexo. Aun así, me gustaría conocerte un poco más.
Siento su mirada penetrarme. Me traspasa y sé que tiene una lucha interna por abrirse a mí o continuar
como estamos. Entonces se levanta y tira de mí. Me besa y yo le correspondo. ¡Dios, cuánto lo echaba de
menos! Pocos segundos después, separa su boca de la mía.
—Mi madre es española, por eso hablo tan bien el español. Duermo poco desde hace años. Tengo
treinta y un años. No estoy casado ni comprometido. De momento, poco más te puedo decir.
Emocionada por aquella pequeñísima confidencia, sonrío y, feliz como si me hubiera tocado la
Bonoloto, añado haciéndolo reír:
—Señor Zimmerman, acepto su proposición. Ya tiene acompañante.

Pídeme Lo Que Quieras Donde viven las historias. Descúbrelo ahora