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CUANDO todo acaba, Amanda, Eric y yos nos dirigimos hacia la limusina que nos espera y sin darle
tiempo a Eric para que vuelva a humillarme, me siento directamente junto al chófer.
Para chula, ¡yo!
Los oigo hablar. Incluso oigo cómo Amanda cuchichea y ríe como una gallina. Oigo lo que hablan y
me enfurezco. No quiero hacerlo. Sólo hay que mirar a Amanda para saber qué es lo que busca. ¡Perra!
Espero que dividan los ambientes en la limusina, pero esta vez Eric no lo hace. Desea que me entere
de todo lo que dice. Habla en alemán y oírlo me agita. Me provoca.
Al llegar al hotel, la limusina se detiene. Abro mi puerta y desciendo.
Deseo con todas mis fuerzas perder de vista a Eric y a esa imbécil, pero espero educadamente a que
mi jefe y su acompañante bajen del coche. Después me despido y me marcho.
Casi corro hasta el ascensor y cuando se cierran las puertas, suspiro aliviada. ¡Sola!
El día ha sido horroroso y quiero desaparecer. Cuando llego a la suite tiro el maletín sobre el bonito
sofá. Enciendo el hilo musical. Me suelto el pelo, me quito la chaqueta del traje y me saco la camisa de
la falda. Necesito una ducha.
Entonces suenan unos golpes en la puerta. Mi mente intuye que es él. Miro a mi alrededor. No tengo
escapatoria a no ser que me lance desde el ático del hotel y muera aplastada en pleno paseo. ¡Qué
disgustazo para mi pobre padre! ¡Ni hablar!
Decido ignorar las llamadas. No quiero abrir, pero insiste.
Cansada, abro finalmente la puerta y mi cara de sorpresa es mayúscula cuando veo que es Amanda
quien está ante mi puerta. Me mira de arriba abajo.
—¿Puedo pasar?—me pregunta en alemán.
—Por supuesto, señorita Fisher —respondo, también en su idioma.
La mujer entra. Cierro la puerta y me doy la vuelta.
—¿Vas a quedarte el fin de semana, como hiciste en Barcelona? —me pregunta, antes de que yo
pueda decirle nada.
Hago lo que suele hacer Eric. Tuerzo el gesto. Pienso… pienso y pienso y finalmente respondo:
—Sí.
Mi contestación le molesta. Se pasa la mano por el pelo y pone los brazos en jarras.
—Si tu intención es estar con él, olvídalo. Él estará conmigo.
Arrugo el entrecejo, como si me hablara en chino y no comprendiera nada.
—¿De qué está hablando, señorita Fisher?
—Tú y yo sabemos muy bien de lo que hablamos. No te hagas la tonta. No eres la pobretona española
que ve en Eric un filón, ¿verdad?
Me quedo boquiabierta por lo que acaba de decirme. Pestañeo, y dejo salir a la macarra que llevo
dentro.
—Mira, guapa, te estás confundiendo conmigo. Y si sigues por ese camino vas a tener un problema,
porque yo no soy de las que se callan ni se amilanan. Por lo tanto, cuidadito con lo que dices, no te vaya
a tener que sobar los morros una pobretona española.
Amanda se aleja un paso de mí. Mi advertencia ha debido de sonarle verosímil.
—Creo que lo más inteligente por tu parte es que te alejes de él —añade—. Yo me encargaré de todo
lo que Eric necesite. Lo conozco muy bien y sé cómo satisfacer sus deseos.
Aprieto los puños. Tanto, que me clavo las uñas en ellos. Pero soy consciente de que no puedo actuar
como deseo. Así pues, cuento hasta veinte, porque hasta diez no me vale, me dirijo hacia la puerta y la
abro.
—Amanda —le digo, con toda la amabilidad de la que soy capaz—, sal de mi habitación porque,
como sigas aquí, algo muy feo va a pasar.
Cuando se va, doy un portazo mientras por mi boca sale de todo, menos bonita. Me quito los tacones
y los lanzo con furia contra el sofá. ¡Maldito sea!
Mi indignación me enloquece. Eric me ha estado utilizando para dar celos a aquella muñeca
hinchable. Maldigo y doy un zapatazo al caro sillón. ¿Cómo he sido tan tonta? Sin querer pensar en nada
más, saco mi portátil cuando mi móvil suena. He recibido un mensaje. Eric. «Ven a mi habitación.»
Leer eso me cabrea más. Siempre me he considerado una muñeca entre sus brazos, pero en ese
momento me doy cuenta de que soy una muñeca tonta. Tecleo con rabia: «Vete a la mierda».
La contestación no se hace esperar.
Al cabo de unos segundos, oigo el sonido de una puerta al abrirse y ante mí aparece Eric,
descamisado, con cara de mala leche y una tarjeta en la mano. Sin hablar llega hasta donde estoy sentada.
Tira la tarjeta con la que ha abierto la puerta, me coge del brazo, me levanta y me besa. Me besa con
tanta profundidad que noto su lengua llegar hasta mi campanilla. Intento no responderle. Me niego. Pero
mi cuerpo me traiciona. Lo desea. Es incontrolable. E instantes después soy yo la que lo besa a él en
busca de más.
Con premura lleva sus manos hasta el botón trasero de mi falda y noto que chocamos contra la pared.
Sin tacones soy muy pequeña a su lado. Eso siempre me ha gustado, igual que a él le gusta sentir su
superioridad. Con su pierna separa las mías, mientras una de sus manos se mete por debajo de mi camisa
y se desliza por mi vientre. Cierro los ojos y me dejo llevar. Le permito seguir. Sin quitarme la falda, su
mano continúa su camino hasta que consigue meterla por dentro de mis bragas y me hurga hasta llegar al
clítoris. Me estimula. Me excita.
Con sus dedos, su experiencia y mi humedad latente, me masajea y lo aviva. Mi clítoris se hincha y yo
gimo. Jadeo. Enloquezco y me restriego contra él ante lo que siento por aquella invasión cuando, con su
mano libre, me da un azotito. Me excita todavía más. Me vuelve loca e instantes después se desabrocha el
pantalón, saca la mano de mi vagina y tira de mí hasta llevarme al centro del salón. Clava sus ojos en los
míos y murmura mientras acerca su boca a la mía.
—Pequeña, no tienes ni idea de cuánto te deseo.
Me baja la cremallera de la falda y ésta cae al suelo. Se agacha, acerca su nariz hasta mis bragas y
las aspira. Da un pequeño mordisquito sobre mi monte de Venus y yo jadeo. Sus posesivas manos me
tocan y me acarician. Suben por mis piernas y agarra el borde de mis braguitas. Me las quita. Estoy de
nuevo desnuda de cintura para abajo ante él y no digo nada. No rechisto. Me dejo hacer mientras él me
activa, me posee y me enloquece.
Se levanta del suelo. Me empuja hacia el respaldo del sofá, me da la vuelta y me recuesta sobre él.
Mis brazos y mi cabeza caen, mientras mi trasero queda expuesto enteramente para él. Durante unos segundos disfruto de los mordisquitos que me da en las nalgas y noto sus manos invasoras sobre mí. De
nuevo un azote. Esta vez más fuerte. Pica. Pero el picor lo suaviza cuando siento que se aprieta contra mí
y su duro y castigador pene me avisa de que me va a hacer suya.
Me abre las piernas, mientras con una de sus manos aprisiona mis riñones sobre el respaldo del sofá
para que no me mueva. Con la otra mano coge su duro pene y lo pasea desde mi caliente vagina hasta mi
orificio anal y viceversa. Juguetea entre mis hendiduras, empapándome más.
—Te voy a follar, Jud. Hoy me has vuelto loco y te voy a follar tal y como llevo todo el día pensando
hacerlo.
Oírlo decir aquello me sofoca.
Me azuza todos los sentidos y me gusta.
Noto que arqueo mi trasero dispuesta a recibirlo. Me siento como una perra en celo en busca de mi
alivio. Eric deja caer su cuerpo sobre mí. Muerde mi hombro, después mis costillas y yo me retuerzo.
Estoy empapada, lista y húmeda para recibirlo. Mi cuerpo le implora. Me penetra de una estocada y
exige:
—Necesito escuchar tus gemidos. ¡Ya!
Sin poder evitarlo, un jadeo ruidoso sale de mi boca.
Su orden me aguijonea.
Sus manos exigentes me agarran por la cintura y me aprieta contra él hasta que me tiene totalmente
empalada. Grito. Me retuerzo. Voy a explotar. Sale de mí unos centímetros pero vuelve a entrar una y otra
vez, colmándome de una serie de movimientos duros y potentes que vuelven a hacerme chillar. Siento sus
testículos chocar contra mi vagina a cada movimiento y, cuando su dedo toca mi hinchado clítoris y tira
de él, chillo. Chillo de placer.
A cada acometida siento que me rompe. Me incita y yo me abro más para que me siga desgarrando y
me haga totalmente suya. Lo hacemos sin preservativo y sentir el tacto suave y rugoso de su piel fomenta
mi perversión. La dureza de sus palabras y su ímpetu por follarme me enloquecen de una manera bárbara.
Mi vagina se contrae a cada embestida y noto cómo lo succiona. Lo atrapa. Lo alborota. Oigo su
respiración agitada en mi oreja y los calientes sonidos de nuestros cuerpos al chocar, una y otra vez…
una y otra vez… Son adictivos.
Calor.
Tengo mucho calor.
Un ardor me sube por los pies asolando mi cuerpo. Cuando llega a mi cabeza explota y con él exploto
yo. Grito. Me retuerzo y convulsiono mientras noto que por mi pierna chorrean mis fluidos. Intento que
me suelte. Pero Eric no lo permite. Continúa penetrándome mientras mi devastador orgasmo me
enloquece y lo hace enloquecer.
Mi cuerpo, roto de placer, se arquea y, tras una potente embestida que me empotra más en el respaldo
del sillón, Eric sale de mi interior, noto que apoya su cabeza sobre mi espalda y después de un gruñido
fuerte y varonil noto que algo riega mi trasero. Se corre sobre mí.
Durante unos segundos, los dos permanecemos en aquella posición. Él sobre mí. Sobre mi espalda.
Nuestros corazones acelerados necesitan regresar a su ritmo normal antes de hablar, mientras que en el
hilo musical de la habitación suena La chica de Ipanema.
Cuando Eric se incorpora y me deja vía libre, hago lo mismo.
Vestida sólo con la camisa, lo miro y él sonríe satisfecho mientras se abrocha el pantalón. Lo que acabamos de practicar es sexo exigente y duro y eso le gusta. Lo sé. La sangre me hierve. Estoy
indignada. Sin poder controlarlo, la mano se me escapa y le doy un sonoro bofetón.
—Sal de aquí —le exijo—. Es mi habitación.
No habla. Sólo me mira.
Sus ojos, que momentos antes sonreían, ahora están fríos. Iceman ha vuelto y en su peor versión.
Incapaz de permanecer callada ante él por lo que acabo de hacer, grito:
—¿Quién te has creído que eres para entrar en mi habitación?
No contesta y yo vuelvo a gritar:
—¿Quién te crees que eres para tratarme así? Creo… creo que te has equivocado conmigo. Yo no soy
tu puta…
—¿¡Cómo dices!?
—Lo que has oído, Eric —insisto mientras veo el desconcierto en sus ojos—. Yo no soy tu puta para
que entres y me folles siempre que te dé la gana. Para eso ya tienes a Amanda. A la maravillosa señorita
Fisher, que está dispuesta a seguir haciendo por ti todo lo que tú quieras. ¿Cuándo me ibas a decir que
estás liado con ella? ¿Qué pasa? ¿Ya estabas planeando un trío entre los tres sin consultarme?
No contesta.
Sólo me mira y veo furia, fuego y desconcierto en su mirada.
Su respiración se acompasa pero es profunda. Quiero que se vaya. Quiero que desaparezca de mi
habitación antes de que la víbora que hay en mí termine de resurgir y acabe diciendo cosas peores. Pero
Eric no se mueve. Se limita a mirarme hasta que se da la vuelta y se marcha. Cuando la puerta se cierra
me llevo la mano a la boca y sin querer, ni poder remediarlo, comienzo a llorar.
Diez minutos después me ducho.
Necesito quitarme su olor de mi piel.
Y cuando salgo de la ducha tengo algo muy claro. Tengo que marcharme de allí. Abro el portátil y
reservo un billete de vuelta para Madrid. A las once de la noche estoy sentada en un avión mientras
repaso mentalmente la nota que le he dejado sobre mi cama y que estoy segura que leerá.
Señor Zimmerman:
Regresaré el domingo por la noche para continuar nuestro trabajo. Si me ha despedido, hágamelo
saber para ahorrarme el viaje.
Atentamente,
Judith Flores.

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