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—No.
—¿Y lo vas a llamar tú a él?
—No.
Como mi hermana no se contenta con lo que respondo, insiste:
—Judith, ese chico te conviene. Tiene un trabajo estable, es guapo, amable y…
—Pues líate tú con él.
—¡Judith! —protesta mi hermana.
Fernando es el típico amigo de toda la vida. Ambos somos de Jerez. Mi padre y su padre viven en esa
preciosa localidad y nos conocemos desde pequeños. En la adolescencia comenzamos un tonteo que
continuamos en la madurez. Él vive en Valencia y yo en Madrid. Es inspector de policía, y nos vemos en
las vacaciones de verano e invierno cuando los dos vamos a Jerez o en viajecitos relámpago que él hace
a Madrid con cualquier excusa para verme.
Es alto, moreno y divertido. Con él te puedes pasar horas riendo, porque tiene una gracia y un salero
que no se pueden aguantar. El problema es que yo no estoy colgada por él como sé que él lo está por mí.
Me gusta. Es mi rollito de verano y compartimos fluidos cuando viene a verme. Pero nada más. Yo no
quiero nada más, aunque mi hermana, mi padre y todos los amigos de Jerez se empeñen en emparejarnos
una y otra vez.
—Escucha, Judith, no seas tonta y llámalo. Dijo que iría a verte antes de ir a Jerez y seguro que lo
hace.
—¡Dios! ¡Qué pesadita eres, Raquel!
Mi hermana siempre me hace lo mismo: me lleva al límite y, cuando ve que voy a salir por peteneras,
cambia de conversación.
—¿Vienes a casa a cenar?
—No. Tengo una cita.
Oigo que resopla.
—¿Y se puede saber con quién? —pregunta.
—Con un amigo —miento. Con lo puritana que es, si le digo que es con mi jefe, seguro que le da un
patatús—. Y ahora, hermanita, se acabó de preguntar.
—Vale, tú sabrás lo que haces. Pero sigo pensando que estás haciendo el tonto con Fernando y, al
final, se va a cansar de ti. ¡Ya lo verás!
—¡Raquel!
—Vale, vale, Cuchu, no digo nada más. Por cierto, hoy he vuelto a recibir flores de Jesús. ¿Qué
piensas?
—Joder, Raquel, ¿qué quieres que piense? —respondo molesta—. Pues que es un detalle bonito.
—Sí. Pero él nunca antes me había regalado dos ramos de flores en tres semanas seguidas. Aquí
ocurre algo. Pasa algo, lo sé. Lo conozco y él no es tan detallista.
Miro el reloj digital que hay sobre mi mesilla: las ocho y cinco minutos. Sin embargo, dispuesta a
aguantar las paranoias de mi hermana, me llevo el teléfono al baño, pongo el manos libres y me envuelvo
el pelo en una toalla.
—Vamos a ver, ¿qué ocurre ahora?
Como ya comienza a ser habitual en Raquel, me cuenta su última movida con su marido. Llevan
casados diez años y su vida dejó de ser emocionante cuanto nació Luz, mi sobrina. Sus continuas crisis
matrimoniales son su tema preferido de conversación, pero a mí me agotan.
—Ya no salimos. Ya no paseamos de la mano. Ya no me invita nunca a cenar. Y ahora, de pronto, me
regala dos ramos de flores. ¿No crees que será porque se siente culpable por algo?
Mi mente quiere gritar: «¡Sí! Creo que tu marido te la está dando con queso». Pero mi hermana es una
sufridora nata, así que le respondo rápidamente:
—Pues no. Quizá simplemente vio las flores y se acordó de ti. ¿Dónde está el problema?
Tras media hora de charla con ella, finalmente consigo colgar el teléfono sin hablarle de mi extraña
cita con el señor Zimmerman. Me gustaría explicárselo, pero mi hermana en seguida me diría: «¿Estás
loca? ¿Es tu jefe?». O bien: «¿Y si es un asesino de mujeres?». Así que mejor me callo. No quiero pensar
que ella pueda tener razón.
A las nueve menos veinte miro histérica mi armario.
No sé qué ponerme.
Quiero estar guapa como él me pidió, pero la verdad es que mi ropa es básica y funcional. Trajes
para el trabajo y vaqueros para salir con los amigos. Al final, opto por un vestido verde que tiene un
bonito escote y se ajusta a mis curvas y estreno unos sugerentes zapatos de tacón. Mi último caprichazo.
Vuelvo a mirar el reloj, nerviosa. Las nueve menos diez.
Sin tiempo que perder, enchufo el secador, pongo la cabeza boca abajo y me seco la melena a toda
mecha. Sorprendentemente, el resultado me gusta. Como no soy de maquillarme mucho, simplemente me
hago la raya en el ojo, me pongo rímel y me pinto los labios. Odio maquillarme demasiado; eso se lo
dejo a mi jefa.
Suena el telefonillo de mi casa. Miro el reloj. Las nueve en punto. Puntualidad alemana. Lo descuelgo
nerviosa y, antes de poder decir ni mu, oigo una voz que me dice:
—Señorita Flores, la estoy esperando. Baje.
Tras balbucear un tímido «Voy» cuelgo el telefonillo. Seguidamente, cojo el bolso, le doy un beso en
la cabeza a Curro y le digo hasta luego. Dos minutos después, al salir de mi portal, lo veo apoyado en un
impresionante BMW de color granate. Aunque más impresionante está él con un traje oscuro. Al verme,
Zimmerman se acerca a mí y me da un casto beso en la mejilla.
—Está usted muy guapa —observa.
Tengo dos opciones: sonreír y darle las gracias o callarme. Opto por la segunda. Estoy tan nerviosa y
desconcertada que, si digo algo, vete a saber lo que me sale por la boca.
Me abre la puerta trasera del coche y me sorprendo al ver que tenemos chófer.
Vaya, ¡qué lujazo!
Lo saludo. Me saluda a su vez.
—Tomás, tengo reserva en el Moroccio —le dice Zimmerman nada más entrar en el coche.
Una vez dicho eso, le da a un botón y un cristal opaco se interpone entre el conductor y nosotros.
Me mira y yo no sé qué decir. Me sudan las manos y siento que mi corazón se me va a salir del pecho.
—¿Está bien?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué está tan callada?
Lo miro y me encojo de hombros sin saber qué contestar.
—Nunca he tenido una cita como ésta, señor Zimmerman —consigo decirle—. Por norma, cuando salgo a cenar con un hombre yo…
Sin dejarme terminar la frase me mira con sus penetrantes ojos azules.
—¿Sale a cenar con muchos hombres?
Aquella pregunta me sorprende. Pero ¿este tío se cree el único espécimen macho del mundo? Así que
respiro hondo y procuro no soltarle un borderío de los míos.
—Siempre que me apetece —le aclaro.
Alzo mi barbilla con altanería y, cuando creo que no voy a decir ni una palabra más, le suelto:
—Lo que no entiendo es qué hago aquí, en su coche, con usted y dirigiéndome a cenar. Eso es lo que
todavía no logro entender.
Él no responde. Sólo me mira… me mira… me mira y me pone histérica con su mirada.
—¿Va usted a hablar o pretende estar el resto del viaje mirándome?
—Mirarla es muy agradable, señorita Flores.
Maldigo y resoplo. ¿En qué embolado me he metido? Pero como no puedo callar ni debajo del agua,
le pregunto:
—¿A qué se debe esta cena?
—Me agrada su compañía.
—¿Y a cuento de qué viene la preguntita de si salgo con muchos hombres?
—Simple curiosidad.
—¿Curiosidad? —replico rascándome el cuello—. ¿Acaso un hombre como usted lleva una vida
monacal?
—No, señorita.
—Me alegra saberlo, porque yo tampoco.
—No se rasque el cuello, señorita Flores —me susurra, curvando sus labios—. Los ronchones…
Cansada de tanto formalismo y, más tras lo hablado, protesto. ¡De perdidos al río!
—Por favor… Llámeme Judith o Jud. Dejemos los formalismos para el horario de oficina. Vale,
usted es mi jefe y yo le debo un respeto por ello, pero me incomoda cenar con alguien que continuamente
se dirige a mí por mi apellido.
Asiente. Parece que mis palabras le han gustado. Sus labios me lanzan una sonrisa y su cara se acerca
a la mía.
—Me parece perfecto, siempre y cuando usted a mí me llame Eric —susurra—. Es incómodo y muy
impersonal cenar con una mujer que me llama por mi apellido.
Tras dar un nuevo resoplido, acepto y le tiendo la mano.
—De acuerdo, Eric, encantada de conocerte.
Me coge la mano y, sorprendentemente, deposita sobre ella un beso.
—Lo mismo digo, Jud —añade en tono dulzón.
En ese instante, el coche se detiene y Tomás nos abre la puerta desde el exterior. El señor
Zimmerman… digo, Eric baja y me ofrece su mano para salir. Una vez en la calle, el chófer se monta de
nuevo en el BMW y se marcha. Entonces, Eric me agarra de la cintura y leo un cartel que pone
«Moroccio».
Entrar en aquel bonito e iluminado restaurante me pone de mejor humor. Siempre he querido entrar.
Además, estoy famélica; casi no he comido al mediodía y tengo una hambre atroz. Mientras entramos,

Pídeme Lo Que Quieras Donde viven las historias. Descúbrelo ahora