Capitulo 1

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No sé bien cómo debería comenzar la historia. Si empiezo por el principio, les dañaría un poco la sensación de intriga, ya que sabrían todo antes de tiempo. Así que mejor comienzo por el día que comenzó todo. El día que mi vida cambiaría. Para siempre.
—Si, mamá, ya bajo —respondo a mi madre, que ya estaba cansada de llamarme.
Hoy se cumplen dos años desde que mi hermano murió y también cumpliré dieciocho. Jamás me ha gustado celebrar mis cumpleaños; a diferencia de él, sí lo hacía. Era solo por eso que festejábamos cada treinta de octubre.
Éramos mellizos. Obviamente, éramos muy parecidos físicamente. Él, al igual que yo, era pelirrojo y teníamos las mismas facciones delgadas. Lo que nos hacía diferentes a simple vista eran nuestros ojos: los de él eran grises, muy parecidos a los de nuestro padre, mientras que los míos son azules, iguales a los de mi madre. Pero cuando miras más allá de lo físico, encuentras en Max algo quebrado en su personalidad, algo que lo hacía retorcido y capaz de hacer cualquier cosa, no solo por supervivencia, sino también por diversión.Cuánto te extraño, mi Max. Con todos tus defectos, pero eres mi alma gemela.
—Mamá me esperaba en la mesa con el desayuno servido. Nunca le ha gustado desayunar sola, por eso cada mañana sirve el desayuno y espera por mí para tomarlo. Desde que Max murió, nos hemos quedado aún más solas de lo que estábamos. Ahora solo nos tenemos la una a la otra. Cuando nos mudamos a Canadá con la abuela, yo tenía cinco años; ya nuestro padre nos había abandonado, pero como ella estaba muy enferma, desgraciadamente murió en menos de cinco meses. Fue muy doloroso perderla. Y luego, once años después, murió mi hermano. Esto fue cien veces más doloroso que lo de la abuela.
—Hola, amor —la beso en la mejilla—. ¿Cómo amaneciste hoy?
—Bastante bien —le sonrío para indicarle que no hay nada por lo que preocuparse.
Mientras tomamos el desayuno, hablamos de lo difícil que se ha hecho superar lo ocurrido y lo triste que se siente. Yo también lo siento, pero mi madre aún más.
La admiro por todo esto, por levantarse cada día con una sonrisa en su rostro a pesar de todo lo que ha tenido que sufrir a lo largo de su vida. Seguro si yo hubiera pasado por la mitad de lo que ella pasó, me habría vuelto loca.
—Eres una chica fuerte, no lo olvides, cariño —me dijo antes de que saliera de la cocina para tomar mis cosas e ir a la preparatoria.
Sí, preparatoria, eso se debe a que cuando éramos pequeños entramos un año tarde a la escuela. Pero ya estoy en último año.
A la entrada de la universidad siempre había muchos estudiantes acumulados y hoy no era la excepción. De hecho, hoy había más personas que de costumbre concentradas en la entrada. Al cabo de unos minutos, pude darme cuenta de que había algo que captaba la atención de todos. Al mirar, quedé petrificada. Un chico intentaba suicidarse. Su idea era saltar desde la azotea de la universidad.
Este es un tema que considero muy delicado para mí. Hoy justo hace dos años que mi hermano murió. No murió, se suicidó. No de esta manera, pero lo hizo, y yo no estaba ahí para evitarlo. Nunca supimos cuál había sido la razón para que decidiera acabar con su vida. Pero no dejaría que volviera a ocurrir. No sin intentar evitarlo.Corrí hacia las escaleras y las subí con gran esfuerzo lo más rápido que pude. Eran cinco pisos. Los nervios me recorrían todo el cuerpo. Al llegar a la azotea, extrañamente no había nadie intentando evitar que ocurriera. Localicé al chico. Era rubio y muy pálido; podía confundirse con uno de los vampiros de aquellas series que Max y yo solíamos ver. Era alto; posiblemente me sacaba dos cabezas. Otro aspecto que no pude pasar desapercibido fue lo delgado que era, aunque en sus brazos se podían ver unos pequeños músculos. Tal vez tenía problemas con la comida y, debido a eso, quería acabar con su vida. No lo sé. Aparto los pensamientos porque si sigo así no podré hacer nada para evitarlo.
Me aproximo con cuidado, en cada paso que doy, muy sigilosa, y solo soy descubierta una vez que me encuentro a un metro de distancia de él. Se voltea y me mira asustado. Sus ojos grises se encuentran con los míos. Es como un motivo más para evitar que salte. Esos ojos son tan iguales a los de Max que si me quedara ahí parada sin hacer nada, sería como dejar a mi hermano morir delante de mí sin hacer nada nuevamente. Sus ojos transmiten calidez y familiaridad. Algo que no me esperaba en un chico suicida; la verdad, esperaba una mirada vacía y llena de dolor, en cambio obtengo una muy llena de vida.Ahora que estoy aquí, frente a frente a él, no sé qué hacer para evitar que dé ese paso. Rogarle no servirá si está decidido; yo no soy nadie para decirle que no salte.
—Salta, ¿a qué esperas? —le grito, recordando a Max. A él le gustaba mucho la psicología; una vez me había enseñado una técnica: la psicología inversa. Se trata de hacer que la persona dude de su decisión, invitándola a ejecutarla.
Silencio.
—Por supuesto —habla por primera vez. Su voz es ronca y segura. Da dos pasos al borde, dos más y... lo peor ocurrirá. Parece que se las ha ingeniado para no parar de sorprenderme este chico.
—¿Qué quieres, que te ruegue, que me arrodille? —lo miro a punto de entrar en una crisis de pánico—. ¡Dime! —grito y da un brinco que lo hace aproximarse más a la caída y, por instinto, en ese momento de distracción, me acerco rápido a él y tomo su mano para luego tirar de él hacia atrás.
Empiezan a llegar los profesores. Ahora que está a salvo, todos se acumulan a su alrededor y me veo alejada de él de repente. Mi mirada se cruza con la suya y forma en sus labios una sonrisa burlona. No sé qué significa eso; a lo mejor es una sonrisa de alegría y se ve rara. Sí, lo he salvado. Es lo único que me interesa en ese momento. Y tal vez salvarlo haya sido mi perdición.
Los profesores me han agradecido por mi actitud de salvadora. En cambio, él, el rubio, no me dirigió la palabra y enseguida una mujer llegó para llevárselo, aunque era demasiado joven como para ser su madre. Luego de todo eso, la preparatoria siguió igual, como si nada hubiera pasado. Ya por suerte habían acabado las clases, pero aún no podía volver a casa. Mi padre me ha llamado hace un rato porque está en la ciudad y quería verme. Como siempre, hemos quedado en una cafetería que hay aquí cerca, "Chêrie".
Llego enseguida y al abrir la puerta me recibe el agradable calor de la calefacción. Aunque aún es otoño, hace muchísimo frío afuera. Yo odio el frío. Ojalá hubiera nacido en un país tropical. Bueno, más bien, ojalá no me hubiera mudado a Canadá; yo nací en Estados Unidos, exactamente en California, donde el clima es ideal. Mi padre es millonario y en aquel entonces mis padres estaban casados. Así que vivíamos en la casa que mi padre tiene en ese estado.
Miro a los lados para localizar a mi padre, que se encuentra en una mesa al fondo, la cual queda frente a un cristal enorme que deja ver la calle. Me encuentro con su mirada y le hago una seña con la mano, y comienzo a dirigirme hacia él. Mis pasos son firmes, aunque estoy un poco nerviosa. Hace tiempo que no lo veo.
—Hola, cariño —se levanta de su silla y me besa en la mejilla. Tomo asiento frente a él.
—Hola —saludo—. ¿Cómo estás?
—Bien, aunque un poco triste, ya sabes, hoy hace dos años de aquel trágico día —su cara refleja dolor—. Pero eso no importa, vamos a pensar en cosas buenas —se le iluminan los ojos mientras yo escucho atenta sus palabras.
Hace un año que no lo veía; casi siempre viene los días de mi cumpleaños y no lo veo más hasta el próximo año. Sin duda alguna, la última vez que lo vi fue el treinta de octubre de dos mil veinte. Hace exactamente un año.
Le hace una seña a un camarero con la mano y enseguida este se aproxima con una tarta pequeña, pero muy hermosa, la cual lleva una vela.
—Feliz cumpleaños, hija —dice sonriente y el camarero coloca la tarta en la mesa.
Miro la tarta que está delante de mí. Hace tiempo que no tenía un cumpleaños. Desde lo de Max. Por una parte, me recordaba mucho a él festejar y, por otra, no me gusta celebrarlo. Pero no puedo evitar sentirme feliz. Hoy lo pasaré bien por los dos. Por mí y por ti, hermanito.
Soplo las velas y pido un deseo igual que cuando era niña: tener un buen año. Y tal vez necesitaría que los astros se alinearan para que este deseo se cumpliera. Porque hoy mi vida había dado un gran giro. Y no pararía de girar.
Luego de soplar las velas y pasar un buen rato con mi padre, iba de vuelta a mi hogar con él en su auto. Ya había oscurecido, así que se ofreció a llevarme hasta casa. Ya se distinguía a lo lejos la casa; allí, antiguamente, veníamos cada verano de visita a ver a la abuela. Recuerdo que Max tenía unos cuantos amigos y cuando se enteró de que nos mudaríamos, se puso muy feliz, ya que sus amigos estaban aquí; en California no tenía. Recuerdo uno en especial; eran inseparables, aunque aquel chico era mayor que Max, eran uno solo, se querían como si fueran hermanos.
—Ya llegamos —dice papá, sacándome de mis pensamientos.
Baja del auto y yo copio su acción.
—¿Puedo acompañarte a la puerta? —su pregunta me toma por sorpresa.
¿Desde cuándo es un padre tan atento? Sin embargo, no me opongo a ello.
—Sí, claro.
Caminamos en silencio hasta la entrada de la pequeña casa. Me detengo en la puerta para rebuscar en mi bolso y, al cabo de unos segundos, saco la llave que introduzco en la cerradura. Antes de abrir, me volteo para mirarle y por apenas segundos puedo ver remordimiento en su mirada, hasta que nota que lo observo y me da una mirada feliz.
—Ha sido genial, de verdad —le abrazo—. Gracias —me separo de él—. Bueno, ya sabes, a mi madre no le gustará verte, así que...
—Adiós, cariño.
Las despedidas nunca fueron lo mío y al parecer a mi padre se le dan tan mal como a mí. Abro la puerta y él se queda ahí esperando que yo entre. ¿Para qué sigue ahí si ya estoy a salvo en casa? De no importarle, ahora pasó a sobreprotegerme.
Entro en mi casa y la luz está apagada. Es muy raro, ya que mi madre a estas horas está despierta, y mientras ella esté despierta, las luces estarán encendidas. Le teme a la oscuridad. Quizá hoy se fue a dormir temprano. Aparto los pensamientos y toco el interruptor que se encuentra cerca de la puerta principal y el salón se llena de luz al instante.
Levanto la mirada para encontrarme con una vista aterradora. No puedo evitar soltar un grito. Eso hace que mi padre, que estaba afuera, entre corriendo. Lo miro y nuevamente observo lo que hay delante de mí. Mi madre está ahí, con una sábana apretada alrededor de su cuello, colgada de la lámpara del techo enorme que hay en el salón. A sus pies se ve una silla en la cual seguro se subió y luego empujó para alejarla. Mi madre está muerta.
Toda una oleada de dolor recorre mi cuerpo y mis piernas fallan. No puedo evitar caer al suelo. Me duele el pecho. Mi padre se agacha y me envuelve en sus brazos. Lloro desconsoladamente. Lágrimas inundan mis ojos y la vista se me pone borrosa de tantas lágrimas que se acumulan en mis ojos. Eso, sin embargo, no se va de mi mente.
Mi madre ha muerto.
Mi madre ha muerto.
Mi madre ha muerto.
Mi madre ha muerto.

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