Preludio

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Una pequeña isla griega, donde el mar besaba la orilla con la ternura de un amante perdido hace mucho tiempo, fue testigo de una nueva historia. La isla, con sus casas blanqueadas por el sol y sus estrechas y sinuosas calles, había sido testigo de innumerables historias de amor y pérdida, pero este año se convertiría en el escenario de un romance sin igual.

La isla era un lugar donde el tiempo parecía estirarse y doblarse, donde lo antiguo y lo presente coexistían en un delicado equilibrio. Los olivos se erguían como centinelas silenciosos sobre ruinas que susurraban secretos de épocas pasadas, y el mar cerúleo reflejaba el cielo con una claridad casi surrealista. El aroma de la sal y las flores silvestres flotaba en el aire, mezclado con la lejana melodía de un bouzouki, creando una sinfonía atemporal y efímera a la vez.

En el corazón de la isla había un pequeño pueblo, con calles empedradas que serpenteaban como un laberinto y conducían a tabernas escondidas y pintorescas tiendas. Edificios encalados con contraventanas azules se erguían hombro con hombro, sus paredes adornadas con vibrantes buganvillas. La plaza del pueblo era el punto de encuentro de locales y forasteros, donde se intercambiaban historias entre copas de ouzo y platos de meze. Un poco más allá del pueblo, se extendía una hermosa playa de arenas doradas que se encontraban con las aguas cristalinas del mar Egeo, un santuario para los que buscaban tanto consuelo como aventura.

Fue aquí, entre las ruinas de antiguos templos y los ecos de la historia, donde dos jóvenes se enredaron en una danza de emociones. Procedían de mundos diferentes, pero sus caminos iban a chocar en un giro del destino que ninguno de los dos podía prever.

Zaragoza, España

Juanjo metió otra camiseta en la maleta y echó un vistazo a la habitación para asegurarse de que no se había olvidado nada. Sus maletas, meticulosamente preparadas, contrastaba con el torbellino de pensamientos de su mente. Mañana partiría hacia Naxos, un lugar con el que sólo había soñado, animado por imágenes de playas bañadas por el sol y mares azules. Su película favorita le había pintado Grecia como un paraíso de libertad y aventura. Ahora estaba a punto de vivirlo.

"Juanjo, ¿estás listo? Vas a llegar tarde" La voz de su madre resonó en las escaleras, sacándole de su ensoñación.

"¡Ya voy, mamá!", respondió, cerrando la maleta. Esta noche era su última noche en España y pensaba aprovecharla al máximo con sus amigos. Habían planeado una cena de despedida y unas copas, una buena despedida para los meses que iba a estar fuera.

Abajo se encontraban sus padres y su hermano pequeño, tirados en los sofás del salón viendo un programa repetido en la televisión. Su familia siempre le había apoyado, aún cuando no comprendía del todo sus sueños.

"No te emborraches mucho esta noche", bromeó su padre, dándole una palmada en el hombro.

Juanjo sonrió. "Lo intentaré, pero no prometo nada".

"Y no fumes", añadió su madre, con aquella sonrisa de madre protectora que tanto la caracterizaba.

Juanjo se rió ante el comentario. "Eso sí que no prometo ni intentarlo" dijo mientras salía, sin volverse a mirar la cara de desacuerdo que sabía que había puesto su madre.

El aire de la noche era cálido, arrastraba el sonido de las risas y el tintineo de las copas mientras Juanjo y sus amigos se reunían en su bar favorito del pueblo. La noche se llenó de reminiscencias, cada recuerdo compartido traía una sensación de nostalgia. Se reían de las veces que se habían colado en un concierto, de las noches que habían pasado estudiando (o fingiendo hacerlo) para los exámenes y de las innumerables aventuras que habían compartido.

A medida que corrían las copas, también lo hacían las emociones. Juanjo se fue poniendo cada vez más sentimental, y la realidad de su inminente partida se fue asentando. Rodeó con un brazo a su mejor amiga, Carla, y tiró de ella. "Te voy a echar de menos, amor. Siempre has sido como una hermana para mí".

Susurros del EgeoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora