Capítulo 4: El Juego del Escondite

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Juanjo y Álvaro estuvieron caminando por las calles durante lo que parecieron horas, aunque en realidad sólo habían pasado unos veinte minutos desde que habían salido del apartamento. El aire fresco de la noche aliviaba la tensión que le ahogaba por dentro. Aún podía sentir los restos de su discusión con Martin, las palabras repitiéndose en su mente como un disco rayado.

Álvaro caminaba a su lado en silencio, dando a su amigo el espacio que necesitaba. Nunca antes había visto a Juanjo así, con los hombros encorvados mientras intentaba contener lo que se revolvía en su interior, con las manos inquietas, como si buscara algo que le sostuviera. Al cabo de un rato, Álvaro lo miró y rompió el silencio con una pregunta en voz baja.

"¿Quieres volver a subir?". Su tono era suave, cuidadoso de no presionar demasiado.

Juanjo negó con la cabeza, la idea de volver al piso le resultaba insoportable. La idea de enfrentarse de nuevo a Martin, de ver la misma expresión fría en su cara, le oprimía el pecho. "No", dijo, con voz áspera. "No puedo volver ahora mismo".

Álvaro asintió, aceptando la respuesta sin protestar. "De acuerdo. ¿Qué quieres hacer entonces?".

Juanjo hizo una pausa, meditando la pregunta. ¿Qué quería hacer? Necesitaba olvidar, ahogar la rabia y la confusión que le corroían por dentro. Necesitaba... una copa. "Necesito beber algo", dijo finalmente, con la decisión afianzándose en su mente.

"Pues a tomar algo entonces", aceptó Álvaro con una media sonrisa, aliviado por tener un plan. "Conozco el sitio perfecto".

Poco después se encontraban en una discoteca, con el fuerte ritmo de la música retumbando en el suelo y vibrando en sus cuerpos. Las luces eran tenues y parpadeaban al ritmo de la música, tiñendo a todos los presentes de tonos azules, morados y rojos. Era exactamente el tipo de ambiente que Juanjo necesitaba: un lugar donde pudiera desaparecer entre la multitud, donde el ruido fuera lo bastante fuerte como para ahogar sus pensamientos.

Primero fueron a la barra y pidieron copas demasiado fuertes para lo rápido que pensaban bebérselas. El alcohol quemaba al bajar, pero era una sensación bien recibida, algo en lo que concentrarse aparte de la vorágine de emociones que se arremolinaban en su interior. Bebieron y bebieron más, y el mundo que les rodeaba empezó a difuminarse.

Álvaro, siempre dispuesto a animar la fiesta, arrastró a Juanjo a la pista de baile. Los dos se movieron al ritmo de la música, perdiéndose en el ritmo, el alcohol adormeciendo los bordes afilados de la realidad. Juanjo se rió, con un sonido más hueco de lo que le gustaría admitir, pero se rió igualmente. Bailó, bebió y, durante un tiempo, funcionó. La rabia, el dolor, todo empezó a pasar a un segundo plano.

En algún momento de la noche, un chico le llamó la atención. Juanjo no recordaba cómo había ocurrido, si había sido el chico quien se le había acercado o si había sido él quien había dado el primer paso, pero no importaba. Se estaban besando, con las manos del desconocido en su cintura, tirando de él, y por un momento, Juanjo se dejó llevar. Le devolvió el beso con una desesperación que le sorprendió incluso a él mismo, como si estuviera intentando borrar todos los pensamientos de su cabeza, intentando sustituirlos por algo -cualquier cosa-.

Pero mientras sus labios se movían al unísono, Juanjo sólo era capaz de pensar en Martin. Podía ver la sonrisa de Martin en su mente, la forma en que sus ojos se arrugaban en las esquinas cuando reía, la forma en que sus labios se curvaban en una sonrisa suave, casi tímida, cuando estaba realmente feliz. Podía oír la risa de Martin, un sonido poco frecuente, pero que, cuando se producía, era contagioso. Y le volvía loco. ¿Por qué era Martin quien ocupaba sus pensamientos? ¿Por qué era a Martin a quien quería besar, a quien quería hacer sonreír?

Susurros del EgeoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora