Capítulo 2: Ecos de Discordia

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La habitación estaba bañada en una penumbra tranquila, rota sólo por el parpadeo del teléfono mientras Martin lo conectaba al cargador con un suspiro pesado. El aire acondicionado zumbaba suavemente, una melodía apenas audible que contrastaba con el caos en su mente. La conversación que había escuchado más temprano se repetía en su cabeza, cada palabra vibrando en su conciencia como un eco inquietante.

"Odio a los gays."

Esas palabras habían prendido fuego a una chispa de terror en su pecho, una chispa que se había convertido en un incendio implacable. No había querido escuchar, pero las finas paredes del apartamento habían traicionado cualquier intento de ignorarlo. No conocía bien a Juanjo, en realidad no lo conocía en absoluto, salvo por algunos fragmentos de información que había obtenido de sus breves presentaciones. Pero la forma en que Juanjo lo había dicho, el tono de su voz... hizo que a Martin se le retorciera el estómago con una incómoda sensación de presentimiento.

Se dejó caer sobre la cama, mirando el techo como si en sus grietas pudiera encontrar una respuesta a su inquietud. ¿Y si Juanjo era homófobo? La idea se aferraba a su mente, oscura y persistente, como una sombra que se negaba a desaparecer. Había aprendido, por experiencia, a desconfiar, a mirar siempre dos veces. No todo el mundo era lo que parecía, y Martin había aprendido la lección por las malas. No era paranoia, era protección.

Se apoyó en la pared y exhaló un largo y lento suspiro. La habitación estaba escasamente amueblada, con lo estrictamente necesario: una cama, un escritorio, un armario. Estaba claro que el lugar había sido habitado por innumerables estudiantes antes que ellos, cada uno dejando rastros de su presencia: arañazos en el suelo de madera, abolladuras en las paredes, manchas tenues en el techo. Sin embargo, a pesar del ambiente desgastado, había algo reconfortante. La habitación parecía una pizarra en blanco, un nuevo comienzo.

Y, sin embargo, allí estaba él, sintiéndose todo menos renovado. Sus pensamientos eran una maraña de viejas heridas y nuevas preocupaciones.

Intentaba concentrarse en otra cosa, en cualquier otra cosa, pero su mente volvía una y otra vez a aquel comentario y a la avalancha de recuerdos que había desencadenado. Recuerdos que había intentado enterrar, olvidar, pero que ahora resurgían con fuerza.

El pasado se abrió paso en su mente, implacable, arrastrándolo de vuelta a cuando tenía 15 años. La cafetería del colegio era una jaula de murmullos y risas apagadas, y Martin, siempre apartado, intentaba ser invisible. El olor a verduras demasiado cocidas y pan rancio llenaba el aire, mezclándose con el murmullo de los alumnos y el traqueteo de las bandejas. Martin estaba sentado solo en una mesa cerca del fondo, picoteando nervioso su comida. Frente a él, Hugo se reía de algo que había dicho otro chico. Hugo, con su sonrisa fácil, su complexión atlética, su vida aparentemente perfecta.

Martin nunca había entendido cómo alguien como Hugo se había hecho amigo de alguien como él. Hugo era popular, no le costaba ningún esfuerzo. Jugaba al waterpolo, iba a todas las fiestas, le caía bien a todo el mundo. Y sin embargo, a pesar de sus diferencias, Hugo había elegido hacerse amigo de Martin, el chico callado y torpe que nunca terminaba de encajar.

Al principio, Martin se había mostrado cauteloso, inseguro de que la amabilidad de Hugo fuera sincera. Pero con el paso del tiempo, se hicieron más cercanos. Pasaban horas hablando de todo y nada: de los estudios, de la vida, de los sueños para el futuro.

Inevitablemente, Martin se cayó rendido a sus pies. Era imposible no hacerlo. Hugo era todo lo que él admiraba, todo lo que deseaba ser. Hugo se había convertido en su amigo, en su refugio en medio de la tormenta. Hugo lo hacía sentir especial, visto. Y Martin, ingenuo, había caído en la trampa de la esperanza, había creído que tal vez, sólo tal vez, Hugo podría sentir lo mismo.

Susurros del EgeoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora