El cruel invierno.

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El frío del invierno se sentía implacable, como si la helada se hubiese instalado en lo más profundo de mi ser. El aire gélido cortaba la piel mientras nos dirigíamos al hospital, pero lo único que podía sentir era el pánico que se arrastraba en mi interior. Leo estaba a mi lado, pálido, débil, y con una mano apretando un pañuelo contra su abdomen, donde el sangrado no cesaba.

Conducía a toda velocidad, mi mente envuelta en un torbellino de pensamientos oscuros y desesperados. Había tratado de mantener la calma, de decirme que todo estaría bien, que era solo una complicación menor, pero una parte de mí sabía que este invierno traía consigo algo más que el frío.

Cuando finalmente llegamos al hospital, apenas recuerdo cómo nos atendieron de inmediato. Una enfermera tomó a Leo de la mano y lo llevó en una camilla, mientras yo llenaba formularios con manos temblorosas, mi mente dividida entre la burocracia fría del hospital y el miedo paralizante que me consumía.

Esperé en la sala de espera, donde el ambiente era tan frío y estéril como el exterior. Las luces fluorescentes bañaban el lugar en un tono pálido, acentuando la sensación de vacío. Intenté encontrar consuelo en las revistas viejas y en la televisión que murmuraba en el fondo, pero nada lograba distraerme de la realidad que se avecinaba. El tiempo parecía haberse detenido, cada minuto que pasaba era una eternidad, y cada vez que veía una bata blanca pasar, mi corazón se detenía.

Finalmente, después de lo que parecieron horas, un doctor se acercó a mí. Su expresión era grave, sus ojos evitaban los míos mientras se sentaba a mi lado. Supe en ese instante que las noticias no serían buenas.

Señor Rafael—comenzó, su voz profesional, pero cargada de una empatía que solo aumentaba mi temor—, hemos hecho todo lo posible para estabilizar a Leo, pero hay algo que necesita saber.

Mi corazón latía con tanta fuerza que casi no pude escuchar lo que dijo después. Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies cuando mencionó las palabras "enfermedad terminal". Era un golpe que no había anticipado, un dolor que se expandía por todo mi ser, como una ráfaga de viento helado que dejaba todo congelado a su paso.

El sangrado es un síntoma avanzado—continuó el doctor, su tono cuidadoso, pero implacable—. Hicimos algunos estudios y los resultados no son alentadores. Leo ha estado luchando contra esta enfermedad por más tiempo de lo que imaginamos. Es agresiva, y desafortunadamente, no tenemos mucho tiempo.

Las palabras resonaban en mi mente, pero se sentían distantes, como si estuviera escuchando una conversación ajena. Miré al doctor, esperando que dijera que había alguna esperanza, algún tratamiento milagroso, pero su expresión lo decía todo. No había vuelta atrás.

¿Por qué no me dijo nada?—logré murmurar, sintiendo cómo el peso de la realidad caía sobre mí.

Es posible que no quisiera preocuparte—respondió el doctor—. O quizás no quería enfrentarlo él mismo. A veces, la negación es una forma de protegernos del dolor.

Me quedé allí, en esa silla fría y dura, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba a mi alrededor. No podía pensar, no podía respirar. Lo único que podía hacer era sentir el dolor que se expandía en mi pecho, un dolor que sabía que nunca se iría.

Me llevaron a la habitación de Leo, donde estaba acostado, conectado a varias máquinas que monitoreaban sus signos vitales. Su piel estaba pálida, su rostro sereno, como si estuviera en paz con lo que estaba sucediendo. Me senté a su lado, tomando su mano sobre la mía, sintiendo la frialdad de sus dedos y la fragilidad de su cuerpo.

Rafael...—susurró, su voz apenas audible, pero lo suficiente como para romper lo que quedaba de mi corazón—. Lo siento... no quería que te enteraras así.

Del otro lado del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora