Capítulo 3 - Quien ríe el último, ríe mejor

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Franco había ideado un día cargado de actividades para sus dos pequeños, especialmente para su hijo mayor. Andrés necesitaba gastar toda la energía que su cuerpo almacenaba para así llegar a la noche rendido y dormir sin problemas.

En ausencia de Sara, la cual seguía batallando con su enemigo del ayuntamiento para que les concediesen la ansiada licencia, él se había tomado el día libre para acompañar a sus hijos. Primero, un buen desayuno para alimentar a esas pequeñas mentes cargadas de vida, después una mañana en la piscina de los tíos Juan y Norma, no sin olvidarse de un almuerzo en casa de la abuela a la que se le acompañó de una exhibición de Olegario en la doma de caballos, en la cual Andrés y Gaby participaron y se entusiasmaron con los potrillos recién nacidos. Para finalizar el día, el tío Óscar no podía faltar en la ayuda y diseñó un recorrido por el centro de juegos y entretenimiento instalado en San Marcos recientemente.

–¡Tío Óscar, otra vez!

Franco se aguantaba la risa al ver como su hermano mediano era gobernado por un Andrés y una Gaby que disfrutaban al ver a su tío perder el aliento.

No sabía si Andrés conseguiría dormir la noche del tirón, pero estaba seguro de que Óscar lo haría.

Esta vez no pudo aguantar más la risa al ver como su hermano trataba con todas sus fuerzas de librarse de las garras de sus sobrinos y salir de la piscina repleta de bolas, donde no solo sus hijos lo impedían, sino el resto de niños presentes que parecieron encontrar la broma graciosa.

–Quien ríe el último, ríe mejor, ya verá la gracia cuando le esconda el seguro para la puerta que acaba de comprar.

Su risa se cortó momentáneamente, aunque después otra carcajada le acompañó. Cierto era que tras mucha oposición de Sara, finalmente la había convencido para cerrar la puerta de su dormitorio a prueba de pequeñas manos.

Amaba a sus hijos, daría su vida y mataría por ellos.

Eran su mayor orgullo.

Pero ese insomnio de Andrés y sus continuos allanamientos estaban pasando factura en las relaciones íntimas con su esposa.

Sara y él necesitaban tiempo a solas.

Necesitaban tiempo para amarse.

Y con dos niños pequeños y una casa repleta de empleados que iban y venían, las noches eran sagradas.

Tenía toda su fe puesta en el seguro y en su técnica para cansar a su hijo.

–Franco, al menos consígueme una bebida –suplicó Óscar ya liberado de su prisión en la piscina de bolas, aunque ahora estaba siendo arrastrado por una turba de niños hacia otro de los juegos del local– ¡Ten piedad por tu pobre hermano!

Óscar ya estaba sufriendo demasiado y asumía que con aquello sus dos hijos tendrían que estar agotados, juraría que en algún punto de la tarde divisó un pequeño bostezo en Andrés. Les daría a los niños sus últimos minutos de diversión en lo que tardaba en comprar una bebida bien fresca para compensar la ayuda y el esfuerzo de su hermano.

Salió del centro de juegos y se dirigió a un pequeño puesto de jugos naturales de los que Óscar era adicto.

No era la recompensa que unos años atrás, cuando Óscar y él estaban por la mala vida de la noche y las mujeres, hubiera optado a comprar, pero ahora que eran hombres de familia, con unas esposas que los amaban y apreciaban, el alcohol y el alterne entre antros y mujeres de dudosa reputación había quedado bien escondido en su pasado.

–Está invitado, señor.

Con la plata en la mano, miró confundido a la joven que le entregaba el vaso con el jugo.

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