Pequeño poema infinito

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Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
(Pequeño poema infinito, Federico García Lorca)

Amelia

Los tímidos rayos del sol atravesaron las cortinas impolutas con el único fin de enredarse en los cabellos negros que remarcaban las facciones relajadas de ese rostro casi desconocido que se encontraba reposando feliz al otro lado de la cama.

Por lo que fascinada por el juego de luces de esta mañana, me dediqué por un par de segundos en el más perpetuo silencio a observar atentamente cada uno de los detalles que envolvían a aquel hombre que hace solo un par de horas era un desconocido en mi vida, pero que actualmente ya era capaz de reconocer la mitad de las zonas limítrofes de mi cuerpo y yo del suyo.

Su piel morena reflejaba años en que había trabajado en el campo como había asegurado en la primera copa de la noche y sin rebuscar en su cuerpo, pude encontrar ese mar de lunares que me había revelado que tenía después de más de seis copas.

Sonreí ante la delicadeza con la que sus facciones eran capaces de ponerse en sintonía con el sol naciente.

Su rostro moreno se ponía a juego con unos grandes ojos color miel que en estos momentos se encontraban en su propia noche al mostrarse cerrados, unos labios carnosos y rojizos que se habían atrevido a marcar cada zona de mi cuerpo con un par de besos con la decisión como su norte y la valentía como su bandera al atreverse a llegar a zonas que otros hombres nunca consideraban en el sur de mis deseos.

Su espalda fornida llevaba esa lluvia de lunares que contra su piel morena parecían el lienzo de la misma bóveda celestial en plena noche de invierno mientras que sus brazos igual de definidos que todo su cuerpo, eran la prueba definitiva de que lo que había asegurado era cierto.

Las copas de la noche anterior no me dejaban recordar su nombre, pero sí fueron capaces de que el leve toque de arrepentimiento por no recordarlo llegase a mis zonas de inflexión.

Volví a mirarlo con los ojos de una artista y aunque no quería llegar más a fondo con las pinceladas que el destino había dejado en aquel hombre, sabía que tenía mi más plena aprobación y que en tiempos distintos a los actuales, no me habría levantado de la cama y hubiese mantenido el contacto para otra noche como la de ayer.

Sin embargo, aquel sentimiento solo duró el tiempo que me costó recordar la verdadera razón por la que había pasado la noche con él. Por lo que no tardé en levantarme de la cama a regañadietes mentales y tomar lo más rápido que pude mis ropas del suelo para luego comenzar a vestirme ante el afán de desaparecer antes de que él se levantara.

Sabía que no iba a afectarle en lo más mínimo el hecho de que no apareciera en sus radares, ya que al final del día, los hombres adoraban a las mujeres efímeras de una noche.

No obstante, por la forma en que me había hecho suya la noche anterior, también pude inferir que él era distinto a esos hombres por lo que mordí mi labio inferior ante la indecisión de si debía quedarme o no hasta que finalmente solo ladeé la cabeza de una forma negativa porque sabía a la perfección que aquella noche solo tenía como fin quitarle un poco de información que Martín necesitaba.

Suspiré abrumada ante el poder que tenía la guerra para ser capaz de borrar las líneas perpetuas de una persona y volverlas ilegibles, a tal punto que a través de sombras y líneas jamás vistas era capaz de crear un nuevo cuerpo irreconocible.

Y es que los tiempos revueltos nos habían cambiado a todos, y lo que creías que nunca harías se había vuelto en la única forma de sobrevivir mientras que el soplo de la vida se transformaba en el miedo errante de no saber si estarías viva o no para la cena.

De cara al sol, de espalda a la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora