La sangre derramada

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La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
(La sangre derramada, Federico García Lorca)

Amelia

La guerra no llegó a mi vida con el anuncio del fracaso del golpe de estado contra el gobierno de la segunda república, tampoco lo hizo en las semanas subsiguientes cuando Martín se enlistó para luchar contra las tropas facistas y que con ello los colores brillantes que tenía el mundo hasta ese momento se diluyeran en sombras grises llenas de hambre y de terror.

Tampoco llegó cuando se empezó a sentir el peso de la guerra en un Madrid que ya no era reconocible para mis ojos ni para el de nadie.

No.

La guerra tocó mi puerta cuando vi entrar al bar cerca de casa a mi hermano con esa chaqueta café distintiva de los republicanos, raída y que le quedaba tres tallas más grandes que la suya, el rostro sin afeitar y sus pupilas oscuras llenas de fantasmas que gritaban contra el muro de sus ideales, reclamando una y otra vez cómo el podía ser parte de todo esto.

Fue en ese momento en que nuestras miradas se abrazaron desde los metros que nos separaban que supe que ya no había vuelta atrás y que la guerra no solo era algo real sino que ésta había llegado con paso firme a nuestras vidas para romper cualquier vestigio de lo que era la felicidad y sobre todas las cosas, cualquier muestra de humanidad que aún existiese dentro de nosotros.

—Dichosos sean los ojos que te miran, Amelia —comentó mi hermano antes de romper la distancia que nos separaba y abrazarme con todas sus fuerzas como hacía desde que era un niño, solo que ahora él ya no era el pequeño que se colaba en mi cama cuando tenía pesadillas ni el que me buscaba cuando tenía algún jaleo con los otros niños del barrio, sino que más bien era un hombre que me superaba en al menos quince centímetros de altura y que para su suerte o desgracia llevaba como prenda distintiva una mirada soñadora que no le permitía ver más allá del mundo que sus ideales pregonaban—, por Dios si es que cada vez estás más hermosa —susurró antes de acariciar mi mejilla con dulzura a lo que solo rodé los ojos divertida.

—Y tú como siempre con esa labia de otro mundo —sugerí a lo que el moreno solo rio mientras mi mirada analizaba cada uno de los puntos cardinales existentes en su rostro donde no me fue difícil identificar las bolsas que colgaban debajo de sus grandes ojos oscuros, el reflejo de las noches sin dormir y las marcas invisibles de una guerra que nunca debió existir—, a ver si con esta barba pareces más mayor —piqué mientras sostenía suavemente su rostro entre mis manos dejando que mis pulpejos se impregnaran de cada una de sus pinceladas con el único fin de poder retratar a la perfección el cuadro cargado de inocencia que aún existía en Martín.

—Pues ya soy muy mayor que hace un mes cumplí dieciocho —aseveró orgulloso de al fin llegar a aquella edad en que ya no necesitaba del permiso tácito de nuestros padres, pero para mí era imposible verlo con otros ojos que no viesen al niño de pantalones cortos que alguna vez había sido—, y hoy tenemos de cumpleañera a otra —concretó feliz antes de atacar mi mejilla con una lluvia de besos que no sabía que necesitaba hasta que estos aterrizaron contra mi piel fría y se encargaron de quitar un poco de la maleza que estaba comenzando a habitar dentro de mí—, ¿nos sentamos? —preguntó a lo que asentí feliz mientras todo el mundo dejaba de ser importante porque lo único que merecía mi atención era el perfil moreno de Martín—, ¿deseas algo para tomar? —inquirió al sentarnos en la primera mesa que encontramos desocupada.

—Un chato está bien —solté sin más a lo que el menor asintió pidiendo dos vasos mientras mi mirada no dejaba de aterrizar una y otra vez en el castaño y en cómo el mundo parecía estar de cabeza al permitir que chavales como él jugasen a ser soldados bajo condiciones paupérrimas en donde la muerte estaba a la orden del día.

De cara al sol, de espalda a la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora