Capítulo 2: El amor y la cotidianidad

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Stanford Pines.

Ver a Hebe fue como un milagro que nunca pensé vislumbrar. 20 años estuve sobrepensando la idea, de no solo haber perdido mi humanidad en la tierra, si no también a ella. Saber que no me había olvidado, verla ahí esperándome fue un alivio encantador, pero también una confusión tremenda. Su cuerpo seguía tan perfecto, yo ya tenía arrugas como marcas de vida, pero su rostro seguía tan suave como la primera vez que la ví.

Aún si su rostro se contorsionaba en una mueca de pánico, y corría a toda velocidad siendo tirada de la muñeca por mi parte.

—¡Soy muy hermosa para morir ahora! —lloriqueó corriendo tan rápido como podía con esos tacones que no eran los más apropiados para esa situación. (Quiero hacer un paréntesis para mencionar lo acertadas que eran sus palabras).

Estamos en una situación de peligro. Un callejón sin salida. Esta mujer y yo nos encontramos de casualidad, la mejor casualidad de toda mi vida. Mientras yo exploraba como de costumbre una zona negra que no había visto, esta mujer tuvo la misma idea que yo, pero para hacer turismo y tomarse fotos.

Solté su muñeca con suavidad, notando como el río que tomaba de guía para escapar se iba terminando, convirtiéndose en una cascada.

—Maldicion... —murmuré acomodando mis lentes pensando en qué más podríamos hacer. Rodear era demasiado peligroso, la falta de árboles nos haría visibles y fáciles de atrapar. Más si el depredador podía volar.

A mi lado, sin que se lo pidiera, revisaba que nadie se acercara dando pequeños saltitos por la ansiedad que sentía. Movía sus manos que probablemente estaban sudando de más. Un sonoro graznido me devolvió a la realidad. Tenemos el tiempo contado.

—¡Salta! —ordené, dándome cuenta que no tendríamos otra opción. Pude ver como su rostro asustado me miró indignada.

—¡Salta tú! —gritó asustada. A la lejanía pude ver como el pterodáctilo abría vuelo a toda velocidad hacia nosotros y nuestra única salida podría ser esta cascada.

Tenemos dos posibilidades en este momento. Morir devoradas por esta ave prehistórica, o morir por la caída y un golpe en una piedra. Ninguna parecía una muerte digna.

—Escuchamé, escuchamé con atención, vas a estar bien... Vamos a estar bien, necesito que confíes en mí.

Hebe, que en ese entonces yo no era conocedor de su nombre, negó con la cabeza mientras yo aferraba mis manos a sus mejillas con ninguna doble intención. El graznido del animal prehistórico resonó entre los árboles y no pude resistirlo más.

—¡Vamos a saltar a la cuenta de...!—. Hebe, resignada, cerró sus ojos con fuerza tomando mi mano de la misma forma. —¡Ahora!

La jalé conmigo y ambos saltamos de la cascada. La caída del agua de la cascada chocando contra el río rompería la tensión, y haría que nuestros huesos no se rompieron por la presión, pero si no éramos rápidos también podríamos morir ahogados...

—¡No contaste hasta tres!—. Escuché su grito de reclamo mientras caíamos, antes de sentir el impacto del agua por todo mi cuerpo. Rápidamente, salí a la superficie y tomé mi diario de mi abrigo lanzándolo hacia la orilla. Alcé la mirada viendo cómo el pterodáctilo volaba desde la cima de la montaña como si nos estuviera buscando.

Hebe se apoyaba en una piedra tosiendo, exhausta, recostó su mejilla sobre la misma sin intenciones de salir todavía del agua. Nadé hacia ella tocando levemente su brazo.

—Tenemos que salir de aquí —hablé moviéndola un poco. Escuché su lloriqueo mientras soltaba la roca, nadando hacia la orilla del río.

Para mi suerte, no era un río grande, pero pude sentir algunos peces chocar contra mis piernas antes de poder sentir el suelo de nuevo. Ella, a mí lado, salió agotada, apoyando sus tacones contra las piedras resbaladizas.

Hasta Traerte De Vuelta | Stanford Pines Donde viven las historias. Descúbrelo ahora