Capítulo Dos

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Él había ganado y eso era lo que importaba, se dijo Ohm mientras miraba el rostro de ese chico precioso y rebelde que lo había desafiado y obsesionado durante años, pero no quiso castigarlo, ni tumbarlo allí mismo, en el suelo de la biblioteca.

Tomó aliento como si eso fuese tan sencillo como el trato empresarial que fingía que era. Él lo miraba como si fuese un animal y tuviera miedo de que le transmitiera unas pulgas si se acercaba demasiado. Él no podía entender por qué no se sentía contento, triunfante, y sí sentía la misma furia sombría que siempre se adueñaba de él cuando lo miraba así, temerariamente desafiante, cuando nunca se podía haber dudado de que ganaría.

Dejó que se alejara, aunque le costó mucho porque estaba tenso como la piel de un tambor y lo que más quería era entrar en él por fin, celebrar su victoria hasta que él gritara su nombre como siempre había sabido que lo haría, deleitarse con él, conocerlo, poseerlo una y otra vez hasta que hubiese saciado su voracidad. Estaba seguro de que lo saciaría en cuanto lo tuviera, tenía que saciarse, pero eso llegaría más tarde.

–Siéntate – le ordenó él señalando con la cabeza a dos butacas de cuero que había junto a la chimenea– . Te lo explicaré.

–No parece un principio muy prometedor para el matrimonio con el que me has amenazado todos estos años – replicó él en ese tono frívolo e irrespetuoso que a él no debería parecerle gracioso, aunque se lo parecía– . En realidad, me parece un matrimonio de esos que acaban en un divorcio descomunal y público al cabo de unos dieciocho meses, o en cuanto yo pueda escaparme y solicitarlo.

–No te escaparás – él volvió a señalarle las butacas– . Aunque puedes intentarlo. Estaré encantado de perseguirte y traerte de vuelta.

Fluke lo miró con la rabia reflejada en esos ojos azul oscuro que le habían hecho vibrar por el anhelo desde que lo conoció. Él sonrió y él se estremeció, aunque intentó disimularlo.

Fluke se sentó en la butaca más alejada con esa elegancia natural que siempre le había parecido maravillosa. Que él supiera, nunca había pasado por una fase desgarbada. A los dieciséis años ya era resplandeciente y, con ese acento entre estadounidense y británico refinado, era flexible como un junco. A los dieciocho, era, simple y llanamente, magnífico.

Tenía un pelo castaño oscuro como el ala de un águila, unos ojos azul oscuro y unos labios carnosos que deberían haber estado prohibidos. También tenía un porte y una elegancia impropios de su edad, que él había atribuido hacía mucho tiempo a que hubiese tenido que actuar de anfitrión para su padre después de que su madre muriera cuando él tenía ocho años.

Él había entrado en aquel ridículo baile y se había quedado totalmente deslumbrado, como si él hubiese sido un rayo y no lo que él sabía que era, otro chico guapo y rico con ropa tan brillante como elegante. Sin embargo, ¡cómo brillaba! Había sido temerario, irreflexivo y malcriado como solo podía serlo un rico heredero. Él lo había padecido cuando volvió a Grecia con la egocéntrica y falsa Arista, quien había estado a punto de ponerlo de rodillas y dejarlo sin blanca cuando era un necio incauto de veintidós años. Entonces, juró que nunca volvería a confiar fácilmente en nadie ni a ser tan necio. Sin embargo, a pesar de eso, Fluke tenía algo que lo había atraído.

Lo había observado desdeñar sus bendiciones como si no se diera cuenta de que las tenía. Había desdeñado los colegios caros y los empleos livianos en agencias de publicidad o galerías de arte, por ejemplo, que pagaban tan poco que solo un heredero podía permitirse aceptarlos, ocasionalmente, en el caso de él.

Lo miró en ese momento, mientras lo observaba con los ojos serios. Podía ser volátil, imprudente y, algunas veces, exigía atención, pero también era inteligente. Sospechaba, desde hacía mucho tiempo, que le gustaba fingir lo contrario por algún motivo recóndito. Era otro misterio que quería resolver.

Suyo por un costoWhere stories live. Discover now