Capítulo Nueve

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Toda su vida se burlaba de él.

Había firmado documentos llevado por la furia cuando volvió de Grecia para zanjar la fusión entre Thitiwat Corporation y Natouch Industries, a pesar de que lo que había querido de verdad era haber volado a Londres para partirle la cara a Chase Natouch porque él era lo más cercano que había en el mundo al gran Bart.

Todavía no sabía cómo había conseguido contenerse, cómo había conseguido llegar a su oficina de Manhattan sin causar un incidente internacional, así de furioso estaba cuando abandonó su isla.

En ese momento, estaba en esa casa de Nueva York del West Village que había comprado y reformado hacía años y a la que llamaba su casa cuando su casa de verdad debería estar en Atenas, cerca de la sede central de su empresa. Estaba de un humor sombrío y peligroso, como la tormenta otoñal que azotaba la ciudad con el mismo frío penetrante que sentía él por dentro.

Todo era por Fluke y lo percibía como una de sus risas burlonas que lo iluminaban y desgarraban a la vez. Tenía que olvidarse de todo eso, se ordenaba a sí mismo una y otra vez, aunque sin resultado. La cruda realidad era que todo lo que hacía y había hecho durante años giraba alrededor de Fluke Natouch y le enfurecía no haberse dado cuenta ni cuando estaba haciéndolo. Le corroía no haberlo visto nunca como era. Al principio, quizá, había sido algo inconsciente, había querido a un chico como Fluke y había admirado a su padre, el primer hombre que lo había tratado como algo más que un despreciable arribista, que lo había animado para que se educara y le había dado las herramientas para que lo hiciera.

Sin embargo, había dejado de fingir en un momento dado y estaba casado con alguien en el que no podía confiar, y atado con mil nudos legales a la empresa de su familia. Dejó escapar algo parecido a una risa.

Además, había sido virgen. No podía creérselo todavía. Todavía no podía asimilar todas las implicaciones de lo único que no podía ser mentira, que ni Fluke podía fingir. No sabía qué era peor, si su absoluta incredulidad, porque su virginidad significaba que no lo conocía tan bien como creía, o esa parte primitiva de sí mismo que quería reclamarlo como suyo para siempre. La noche había caído sobre Manhattan y la había cubierto con un manto oscuro que parecía casi agradable desde el despacho que tenía en el segundo piso de la casa, a pesar de la lluvia que seguía cayendo. No hizo caso de los insistentes pitidos del ordenador portátil que le anunciaban los correros electrónicos que iban entrando sin parar ni del zumbido del móvil. Miró fijamente la oscuridad fría y húmeda y se atormentó. Solo veía imágenes ardientes que pasaban una detrás de la otra. Fluke que lo besaba, que le recorría el cuerpo con la boca, que lo seducía y que lo esclavizaba.

Fluke a horcajadas sobre él y que los arrastraba a ese placer deslumbrante y abrasador. Fluke, Fluke, Fluke, siempre Fluke, como desde que lo vio con aquel traje en aquel baile, tan resplandeciente que había eclipsado al resto del mundo.

Entonces, la verdad de todo le golpeó e hizo que casi sintiera náuseas.

Después de tanto tiempo intentando no convertirse en un hombre como su padre, no había caído en la cuenta de que debería haberse defendido contra la influencia de su madre porque, en realidad, no era tan distinto de su triste y repudiada madre. Fluke le había enseñado a consumirse, a esperar a alguien que nunca le correspondería. Arista solo había sido un ensayo. Se había construido una vida alrededor de las esperanzas y los sueños sobre Fluke.

–¿Cómo puedes plantearte aceptarlo otra vez después de todo esto? ¿Cómo puedes llorar por él? –le había preguntado a su madre después de aquella última escena con su padre, cuando su madre seguía con su ayuno y su régimen de belleza como si fuesen rituales que se lo devolverían.

Suyo por un costoWhere stories live. Discover now