Capítulo Cuatro

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Tres días más tarde, Fluke dijo obedientemente los juramentos, aunque no significaran nada para él.

Estaba en lo alto de un acantilado desde donde solo se veía el mar Egeo y la isla más cercana, que, como le había informado Ohm, tenía menos de mil habitantes y el único transbordador a Atenas.

–Si quieres nadar hasta allí – había comentado él la noche que lo instaló en el dormitorio que iban a compartir– , debes saber que está a varios kilómetros de distancia y que hay una corriente muy fuerte. Podrías acabar en Trípoli por la mañana.

–Sería una lástima cuando estamos tan cerca de la boda del siglo – había replicado él sin poder morderse la lengua cuando lo miró por encima de la inmensa cama.

Ohm se había limitado a reírse y lo había dejado allí para que bullera por dentro, maquinara e intentara no desmoronarse.

Fluke seguía sin creerse que eso estuviese sucediendo de verdad. Sobre todo, cuando, esa misma mañana, él lo había mirado de arriba abajo en esa habitación acristalada y había torcido levemente los labios al ver el severo traje gris que se había puesto para la ocasión. –¿Ya estás de luto?

Él lo había preguntado en ese tono burlón que hacía que su voz fuese más profunda y sombría. Lo había acariciado como otro lametón de su diestra lengua y con el mismo efecto explosivo. Había intentado resistirse denodadamente, pero la expresión de él le había indicado que no lo había conseguido del todo.

–Me pareció lo apropiado – había contestado él con frialdad– . Ha sido lo único que he encontrado en tan poco tiempo y que indicara que subía obligado al altar. ¿No estás de acuerdo?

Ohm se había limitado a reírse de él, como había hecho muchas veces desde aquel día en la biblioteca de su padre. Desde el día que cumplió dieciocho años, mejor dicho. Luego, lo agarró del brazo y lo llevó hasta la terraza cubierta donde esperaban el sacerdote y dos de sus empleados domésticos, quienes serían los testigos de esa pequeña tragedia. Fluke se había repetido que eso no estaba sucediendo, que no era real, que nada de eso tenía importancia. Aunque Ohm le tomó las manos y dijo su juramento con esa voz poderosa que le retumbó en los huesos. Aunque el sacerdote habló en inglés y griego para cerciorarse de que lo entendía.

Aunque uno de los empleados tomó una serie de fotos que él no quería ver. Aunque Ohm lo abrazó y le dio un beso frío y posesivo en la boca, más como un trámite que como otra cosa. Aunque a su traicionero cuerpo le había importado cómo lo había besado y él no podía soportar que no pudiese mentirse sobre eso, que la prueba estaba en los insistentes y estruendosos latidos de su corazón y en el abrasador calor que sentía en lo más íntimo de su ser. Sobre todo, cuando él lo dejó en esa maravillosa terraza para acompañar al sacerdote y los testigos a la villa como si no se le hubiese pasado por la cabeza que podría estar tentado de saltar al mar para escapar de él como fuese o para ahogarse y aparecer en Trípoli.

Solo podía ser otra pesadilla y las conocía muy bien. Eso no había pasado de verdad. Sin embargo, mientras lo pensaba, se miró la mano y todos los anillos que él le había puesto uno detrás del otro. Uno con un diamante cuadrado que se elevaba sobre dos zafiros y otro de platino con diamantes incrustados. Eran el tipo de anillos que llevaban las amas de casa de los reality shows, pensó él desalmadamente, aunque sabía que no era justo. Sencillamente, no eran el tipo de anillos sobrios que había llevado su madre hacía años, el tipo de anillos que él se había imaginado que llevaría algún día. Aunque Ohm tampoco le había preguntado qué quería. Aun así, e independientemente de lo mucho que los mirara con el ceño fruncido, se daba cuenta de que esos anillos le quedaban perfectamente.

Suyo por un costoWhere stories live. Discover now