1 | Trece años después de Gea

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—No crees que ya es tiempo de que la desconecten —la voz de su esposa, cargada de una tristeza profunda y una preocupación latente, rompió el pesado silencio—. Ya es momento de que la dejes descansar.

Frederick, sentado junto a la cama de su hija, apenas podía apartar la mirada del rostro inmóvil de Annabeth. Los últimos trece años habían sido un tormento interminable, un recordatorio constante de lo que nunca le dio. Acarició el cabello de su hija con dedos temblorosos, el peso de su culpa se sentía casi insoportable. Suspiró profundamente, un suspiro cargado de arrepentimiento y desesperanza.

—Sé qué han pasado muchos años —dijo con voz quebrada, el dolor reflejándose en cada palabra—, pero... aún guardo la esperanza de que mi hija despierte.

La culpa lo consumía, recordándole cómo había fallado cuando Annabeth era solo una niña. Había sido un padre distante, frío, incapaz de darle el amor que merecía, a pesar de que ella había sido una niña tan buena, siempre esforzándose por complacerlo. Ahora, esa culpa era un fantasma que lo perseguía día y noche.

Su esposa, consciente de la carga que Frederick llevaba en su corazón, se acercó y tomó su mano con ternura. Aunque su dolor era profundo, sabía que el de Frederick iba más allá, enraizado en años de arrepentimiento y remordimiento.

—Pero ya escuchaste a los doctores, Frederick —le recordó con suavidad, su voz temblando mientras trataba de no romperse—. Las posibilidades de que Annabeth salga del coma son casi nulas. —Apretó la mano del hombre, sintiendo la tensión en su cuerpo—. Sé que te cuesta ver la realidad porque es tu hija, y sé que te duele más de lo que puedo imaginar verla así. Pero créeme, a mí también me duele verla postrada en esa cama. Aunque no lo creas, Annabeth se ha convertido en una hija para mí también.

Frederick cerró los ojos con fuerza, intentando contener las lágrimas que ardían en sus ojos. Trece años. Trece años esperando un milagro que sabía en lo más profundo de su ser que nunca llegaría. Y, sin embargo, ¿cómo podía dejarla ir ahora, cuando nunca había tenido la oportunidad de enmendar sus errores, de demostrarle cuánto la amaba?

—Lo sé —murmuró, su voz apenas un susurro ahogado por la culpa—. Tal vez tienes razón. Tal vez es momento de aceptar la realidad y... seguir adelante, como todos lo hicieron.

—Es la mejor decisión —dijo ella suavemente, con lágrimas rodando por sus mejillas—. ¿Quieres que prepare todo? ¿Que avise a alguien?

Frederick negó con la cabeza, sintiendo que cada palabra lo hundía más en su propia desesperación.

—Me gustaría encargarme personalmente de todo. Quiero que la despedida de Annabeth sea algo privado... solo le avisaré a Quirón. Él decidirá si es necesario decirle a alguien más. Hace tanto que dejamos de tener contacto con los amigos de Annabeth... No quiero que esto se convierta en un espectáculo —pronuncio mientras el dolor y la culpa lo devoraban, recordándole todos los momentos en los que no había estado para Annabeth, todos los abrazos que no le había dado, todas las palabras de aliento que había guardado para sí mismo. Ahora, esos recuerdos eran como cuchillos que se clavaban en su corazón.

La puerta se abrió lentamente, interrumpiendo el silencio que se había apoderado de la habitación. Frederick y su esposa miraron al joven rubio que entro a la habitación.

—¿Es usted el nuevo doctor? —preguntó la señora Chase, su voz apenas un susurro al ver al joven médico revisando el expediente de su hijastra.

Will levantó la mirada, su expresión reflejando una mezcla de tristeza y determinación.

—Sí, soy el doctor William Solance —dijo, extendiendo su mano—. Es un gusto conocerlos al fin.

Frederick frunció el ceño, sus pensamientos nublados por la culpa y la desesperanza.

—¿Conocernos? —repitió, intentando comprender—. Lo dice como si...

—Yo conozco a Annabeth desde el campamento —lo interrumpió Will, desviando su mirada hacia la cama donde ella descansaba—. Estaba allí cuando resultó herida. —Su voz se quebró por un momento, sus ojos llenos de una tristeza compartida—. Lamento tanto no haber podido hacer más por ella en ese momento. —Un suspiro profundo escapó de sus labios—. Pero ahora estoy aquí, y prometo hacer todo lo posible por ayudarla a recuperarse.

El matrimonio Chase intercambió una mirada, sus corazones rotos por el dolor y el peso de la decisión que estaban a punto de tomar.

—Respecto a eso... —comenzó Frederick, con la voz temblorosa y llena de culpa—. Hemos decidido que lo mejor es desconectar a Annabeth. Por eso estamos aquí, solo quiero que mi hija al fin descanse.

Will parpadeó, sorprendido por la gravedad de las palabras de Frederick.

—¿Está... está hablando en serio? —preguntó, su voz reflejando incredulidad y desesperación—. ¿Está dispuesto a dejarla morir?

Frederick sintió que su corazón se rompía un poco más con cada palabra.

—Dejarla morir es lo que menos quiero —dijo, con la voz apenas un susurro, ahogada por el dolor y la culpa—, pero seamos realistas. Annabeth no ha mostrado ninguna mejoría en trece años... Trece años en los que no he sido el padre que debería haber sido. —Su voz se quebró, revelando la profundidad de su remordimiento—. No quiero seguir prolongando su agonía... no después de todo lo que no hice por ella.

El joven médico abrió la boca para protestar, pero las palabras se ahogaron en su garganta, reemplazadas por una dolorosa comprensión.

—Lo siento, pero la decisión ya está tomada —dijo Frederick, intentando mantener la compostura mientras la culpa lo consumía—. Voy a comenzar el trámite para desconectar a mi hija.

William asintió, resignado, pero sus ojos no podían ocultar la tormenta de emociones que lo consumía. Sabía que, una vez tomada esa decisión, había poco que pudiera hacer. A menos que...

—Está bien —murmuró, su voz apenas un susurro, cargada de tristeza—. Haré lo que pueda, pero si hay algo más que pueda hacer para ayudarla... lo intentaré.

Frederick lo miró durante un largo momento antes de girarse hacia la cama de Annabeth, su hija, que llevaba 13 años en un mundo del que no podía despertar. Un nudo se formó en su garganta, y supo que, no importaba lo que sucediera, nunca estaría realmente preparado para decirle adiós. Y, lo que era peor, nunca podría perdonarse por no haberla amado lo suficiente cuando aún tenía tiempo.

Antes de ti, después de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora