Boston Massachusetts
Danzel Gallagher
En los albores de la existencia, cuando la inocencia aún no ha sido mancillada por las crueldades del mundo, se dice que la felicidad brota de la necesidad, del anhelo por alcanzar aquello que se nos escapa entre los dedos. Para muchos, esta búsqueda se traduce en riquezas, en poder o en efímeros placeres. Para mí, sin embargo, la felicidad siempre tuvo un rostro más simple y, a la vez, inalcanzable: el amor de mis padres.
Nací en 1918, en un mundo que aún se sacudía por los horrores de la Gran Guerra. El llanto de los huérfanos y las lágrimas de las viudas eran el telón de fondo de una sociedad que intentaba recomponerse. En medio de este caos, yo vine al mundo, no como un faro de esperanza, sino como un recordatorio de obligaciones no deseadas.
Mi madre, con una frialdad que helaría el corazón más cálido, solía relatar el momento de mi nacimiento con un desdén que cortaba como el filo de una navaja: "Cuando un hijo nace, los padres encuentran un sentido a su vida", decía, sus ojos fijos en un punto distante, como si buscara una realidad alternativa donde yo no existiera. "Pero cuando tú naciste... Solo encontré un motivo para casarme con tu padre, la mayor estupidez de mi vida".
Estas palabras, pronunciadas con una casualidad que solo aumentaba su crueldad, se clavaron en mi alma desde la más tierna infancia. Para un niño común, quizás, habrían sido poco más que sonidos sin sentido, perdidos en el bullicio de una infancia feliz. Pero para mí, cuya existencia entera orbitaba alrededor de la búsqueda desesperada de aprobación materna, fueron la sentencia que selló mi destino.
Cada vez que las escuchaba, sentía cómo se desmoronaba un pedacito más de mi ya frágil autoestima. Era como si, con cada repetición, mi madre erigiera un muro infranqueable entre nosotros, un muro hecho de decepciones y arrepentimientos. Y yo, en mi ingenuidad infantil, pasaba los días buscando una grieta, un resquicio por el cual pudiera filtrarme y alcanzar ese amor que me era negado desde el principio.
Crecí en una casa donde el silencio gritaba más fuerte que las palabras, donde las miradas de soslayo transmitían más que cualquier conversación. Mi padre, una figura ausente incluso cuando estaba presente, se refugiaba en su trabajo y en las botellas de whiskey barato, evitando enfrentar la realidad de una familia que nunca deseó. Mi madre, por su parte, se movía por la casa como un fantasma, cumpliendo sus deberes con una eficiencia mecánica que dejaba claro que cada acto de cuidado hacia mí era una obligación, nunca un acto de amor.
"¿Puedes dejar de hacer ruido? Necesito mantener todo en orden y tus estúpidos gritos no me dejan limpiar", espetó mi madre con irritación, su voz cortante como el filo de una navaja.
Sus palabras me golpearon con la fuerza de un puño invisible. ¿Ruido? ¿Qué ruido podría hacer yo? Mi habitación, austera y fría, carecía de cualquier objeto que pudiera producir el más mínimo sonido. No había osos de felpa que abrazar en las noches solitarias, ni juguetes de madera con los que construir mundos imaginarios. Nada. El silencio era mi único compañero, impuesto por la creencia inflexible de mi padre de que tales "distracciones" solo servirían para dejarme el "cerebro más liso de lo que ya estaba".
Esas palabras, pronunciadas con un desprecio casual, se clavaban en mi corazón infantil como agujas envenenadas. Dolían, sí, pero ¿qué podía hacer yo? Solo era un niño, uno atrapado en el laberinto de expectativas imposibles y afecto negado.
A pesar de todo, a pesar del frío que emanaba de sus miradas y la dureza de sus palabras, yo los amaba. Los amaba con una intensidad que desafiaba toda lógica, toda razón. Porque si bien es cierto que el amor de un padre y una madre no conoce límites, el amor de un hijo desesperado por obtener una migaja de afecto... eso, eso es algo que ningún sistema métrico podría jamás cuantificar. Es un amor que trasciende la comprensión, que se alimenta de las migajas de atención y crece en el terreno árido del rechazo.
Las únicas ocasiones en las que lograba captar un atisbo de la atención de mis padres eran durante sus tan ansiadas y patéticas reuniones sociales. Ahí, en medio del tintineo de copas de cristal y risas forzadas, se transformaban. Como actores consumados, vestían la máscara de la familia perfecta, interpretando un papel que estaba tan lejos de nuestra realidad como las estrellas del cielo nocturno.
En esos momentos, observaba con una mezcla de fascinación y dolor cómo mis padres, que en la intimidad de nuestro hogar apenas podían tolerarse mutuamente, se convertían en la pareja ideal ante los ojos de la sociedad. Mi madre, con su sonrisa ensayada y su risa melodiosa, se colgaba del brazo de mi padre como si fuera su ancla en un mar tempestuoso. Mi padre, por su parte, dejaba de lado su habitual apatía para convertirse en el anfitrión encantador, el esposo devoto, el padre orgulloso.
Y yo, el hijo "adorado", era exhibido como un trofeo, un testimonio viviente de su éxito como pareja. Me vestían con ropas incómodas y me instruían para que sonriera, para que respondiera con cortesía a las preguntas de los invitados, para que fuera el niño perfecto que complementaba su imagen de familia ideal.
Esas noches, mientras interpretaba mi papel en esta farsa elaborada, me preguntaba si alguna vez llegaría el día en que el afecto que mis padres fingían ante los demás se volvería real. Si alguna vez, cuando las puertas se cerraran y los invitados se fueran, esas sonrisas y esas caricias permanecerían, aunque fuera por un instante.
Pero invariablemente, tan pronto como el último invitado se despedía, las máscaras caían. El encanto se desvanecía como el humo de los cigarrillos que mi padre fumaba compulsivamente, y volvíamos a ser lo que éramos: tres extraños unidos por lazos de sangre pero separados por un abismo de indiferencia y resentimiento.
Y así, noche tras noche, yo volvía a mi habitación vacía, abrazándome a mí mismo en la oscuridad, soñando con el día en que el amor que mis padres fingían ante el mundo se volviera real, aunque fuera solo para mí.
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SILENCIO. (Obsesión Vol 3)
Mystery / ThrillerEn un mundo donde las mentiras son la norma y los deseos se ocultan tras una máscara de conformidad, Danzel vive atrapado entre la búsqueda de la aceptación y el anhelo de amor. Desde su infancia, ha deseado fervientemente el cariño de sus padres, p...