18 de agosto de 2002
Cuando abro los ojos, sé que es aún temprano. Demasiado temprano. Apenas se vislumbran los rayos del sol a través de la ventana, y eso que, en estas épocas, lo tenemos alto y brillante en medio del cielo a las siete de la mañana. Un segundo más tarde, escucho un click suavecito y luego la sonrisa de mamá se cuela por el resquicio de la puerta.
—Voy a informar a la NASA de esto —susurra, risueña, y se sienta sobre el colchón, justo donde terminan mis pies—. Debes ser el único ser humano capaz de despertarse cada año a la misma hora.
Me empujo con las manos y me siento, con las piernas cruzadas y el corazón expectante. Mamá acentúa la sonrisa y extiende el brazo hacia mí. Entierra los dedos en mis rizos alborotados y los peina con delicadeza, tratando de aplastarlos. Cuando cree haberlo logrado —o cuando se da cuenta de que no hay caso—, pasa las yemas por mi piel y me acuna el rostro. Me fijo en sus gestos, en su cabello oscuro recogido en un moño prolijo a la altura de la nuca, a pesar de que son las cinco de la mañana. En la calidez que irradian sus manos. En la felicidad que brilla en sus ojos y que destaca por sobre las manchas violáceas que los rodean. Hace unos meses, me dio el susto más grande de mi vida. Jamás voy a quitarme de la cabeza esa imagen: ella, pálida como un fantasma, llena de cables y mangueras saliendo de su cuerpo, tan pequeñita en medio de una fría cama de hospital.
Debe intuir por dónde están yendo mis pensamientos pues chasquea la lengua y se acerca un poco más.
—Tengo algo para ti —dice, con tono confidente. Hace silencio por diez segundos completos —lo sé porque los cuento—, y luego señala debajo de la cama.
Me inclino sobre el borde y se me escapa un jadeo al ver una caja alargada envuelta en papel metálico de colores, con un gran moño en la parte superior.
—¿Cuándo metiste esto aquí? —pregunto, saltando al suelo y arrastrándome con algo de dificultad hasta que logro dar con el paquete.
—Una madre jamás revela sus secretos.
Me quedo sentado sobre el piso de madera y observo la caja con una mezcla de ansiedad, miedo y alegría. Podría ser cualquier cosa. La forma rectangular y uniforme deja poca información a la vista. El corazón se me sube a la garganta cuando rasgo la envoltura y me topo con un cartón liso, sin inscripciones. Alzo la mirada hasta mamá, que se está mordiendo los labios para aguantar la risa, y entrecierro los ojos, un tanto ofendido.
—Esto no es justo —murmuro.
En respuesta, se sacude con una carcajada silenciosa y me hace señas para que continúe. Le hago caso, solo porque la ansiedad puede más y, cuando logro romper la cinta adhesiva y abrir las tapas de la caja, tengo que hacer un esfuerzo enorme por no romper a gritar. El olor a la madera atraviesa la cobertura de plástico rígida y me tiemblan las manos cuando quito las trabas.
Ahí está: hermosa, brillante... perfecta. No hay otra palabra para describirla. Paso los dedos con suavidad por encima, como si tuviera miedo de que se rompa o desaparezca.
—¿Papá lo sabe? —susurro. Llevaba un año pidiendo una y su lista de 'noes' era cada vez más larga. 'Noes' acompañados de excusas y justificativos que se habían acentuado en estos últimos meses.
—Me costó un poco convencerlo, pero no pudo resistirse. Sabía tan bien como yo que era el mejor regalo que podríamos haber elegido.
Sigo recorriendo la superficie de la guitarra, maravillado. A un lado de la boca, tiene un dibujo de arabescos blancos entre los que se entrelazan un sinfín de notas musicales. En medio de una de las líneas, noto mi nombre grabado y frunzo ligeramente el ceño. Sabe que odio mi nombre completo. La escucho suspirar y luego se levanta de la cama para sentarse a mi lado.
—¿Por qué? —me quejo, con el dedo suspendido sobre las letras.
—Porque es tu nombre y necesito que lo recuerdes cada día. —Como si se me fuera a olvidar. Los imbéciles del colegio no hacen más que recordármelo cada vez que los cruzo por los pasillos—. ¿Te conté alguna vez lo que significa?
—¿Acaso importa?
—¡Claro que sí! —Pone su mano sobre la mía y la guía para dibujar las letras enruladas—. "Fitzgerald: el poderoso hijo del portador de lanza" —recita con orgullo—. Esta es tu lanza a partir de ahora, mi amor. Y, aunque no puedas verlo ahora, sé que serás el mejor. Que llegarás hasta donde siempre has soñado, y conquistarás los corazones del mundo entero.
Hay algo en la forma en que lo dice que me da escozor en la nuca. Y aparto esos pensamientos, porque son solo eso: cosas que están en mi mente. Mamá no se va a ir a ningún lado. Ni hoy, ni mañana, ni en mucho tiempo, tal como me lo prometió esa noche en el hospital cuando me explicó lo que estaba sucediendo. Me urge preguntárselo, saber si aún esa promesa seguía en pie. Pero, en su lugar, digo:
—Eso es casi imposible, mamá.
—Nada es imposible, Fitz. Mucho menos, si luchas con uñas y dientes para conseguirlo. —Pasa su brazo por mis hombros y me estruja contra su pecho—. ¿Puedes seguir recibiendo muestras de amor de tu madre ahora que ya tienes diez años?
Me remuevo entre sus brazos solo para molestarla y lanza un quejido. La rodeo por la cintura y me pego más a ella y asiento con la cabeza.
—Pero no en público, ya demasiado tengo con el nombre —bromeo.
Me clava los dedos en las costillas y me río a causa de las cosquillas. Acabo contagiándole la risa, que nos dura unos largos minutos, los suficientes para que sol dé de lleno en mi habitación. Cuando recuperamos la respiración y el silencio nos envuelve, mamá apoya sus labios en mi sien y, todavía apretándome fuerte contra su cuerpo, murmura:
—Feliz cumpleaños, mi amor.
Hoy, 18 de agosto de 2024, Fitz Valentine está cumpliendo 32 años. Feliz cumpleaños, cariño. Sos y serás por siempre el amor de mi vida. Gracias por haberme dado la posibilidad de contar tu historia.
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La Melodía Perfecta ®️ #FlowersForValentines1
Teen Fiction¡¡¡"LA MELODÍA PERFECTA" YA ESTÁ EN FÍSICO!!! Si querés tu ejemplar, contactame por DM! Fitz Valentine lo tiene todo: con veintiséis años ha logrado alcanzar la cima de la fama y poner su bandera allí: es una estrella del pop rock estadounidense, su...