Prólogo

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No dejo de dar vueltas encima de la cama, apartándome lo máximo posible de la ventana y el ruido que provoca la lluvia chocando contra el cristal. He rebuscado en la maleta y la bolsa de mano unas cinco veces.

Ni rastro de los tapones para los oídos.

Genial.

Una parte de mí quiere taparse con la manta para intentar alejar el ruido de la fuerte lluvia, y quizás también mis pensamientos. Eso hacía de pequeña. Olvidarme de la vocecilla que me hacía creer que la lluvia se colaba por las ventanas y la puerta. Que de repente el techo tenía goteras y la casa se iba a inundar.

Vuelvo a cambiar de postura para ver si de una vez logro conciliar el sueño.

Nada. Es imposible dejar de pensar, apagar el cerebro y dormir. Entonces, un trueno hace que casi pegue un salto de la cama.

Hay gente que teme la profundidad del océano, otros los payasos, e incluso la oscuridad. El miedo es una emoción que todo humano experimenta alguna vez. Algunos persiguen la adrenalina que va unida a este sentimiento con la ayuda de las películas de terror. Muchos miedos son irracionales, pero aunque sepamos que lo son, no podemos hacer nada para evitar sentirlo.

Temo las tormentas desde que era una niña pequeña. Principalmente por todas las posibilidades que me hace crear la mente. Mi cabeza siempre me hace pensar que un día una tormenta arrasará todo lo que tengo.

Y sí, lo sé, es algo que se puede interpretar tanto como algo literal como figurado.

No puedo permitirme que eso ocurra. Sin embargo, el miedo está ahí. Haciéndome creer que esta maravillosa casa en la que estoy viviendo puntualmente va a ser destrozada por esa dichosa tormenta. Lo peor es que la casa no es ni mía.

Debería ir a echar un vistazo a los gatos, me digo a mí misma.

Abandono la cama con esa excusa, cuando lo cierto es que necesito asegurarme de que todas las puertas están bien cerradas. Al salir del cuarto todo es un mar de bolitas peludas. No enciendo la linterna del móvil, pues la luna llena ilumina lo suficiente como para poder ver que no piso ninguna cola o patita. Lo último que necesito es que se asusten y empiecen a maullar hasta el amanecer.

De normal, si no estuviera cayendo la del pulpo, saldría a observar la belleza de la luna. Sin embargo, dadas las circunstancias y conociendo mi suerte, no pienso arriesgarme a que me caiga un rayo. Así que, ni loca.

La mayoría de mis compañeros gatunos duermen en las decenas de camitas que se pueden encontrar en cada rincón. Algunos aprovechan para limpiarse desde las alturas, observándome desde el pequeño parque aéreo que tienen montado. Viven mejor que yo, eso es indiscutible. Y los que no están durmiendo o comiendo o acicalándose, están en ese punto de la noche en el que les entra un brote de adrenalina inexplicable.

Cuando por fin me aseguro de que todas las ventanas están en perfecto estado, voy hacia la cocina para hacerme alguna infusión que me permita dormir de una vez.
Inevitablemente, mi presencia ha despertado algún que otro minino. Así que mientras el agua hierve en el pequeño cazo, me encuentro dándole mimos a un gato vaca, de esos que son blancos y tienen manchas negras gigantescas. Uno de pelaje pelirrojo salta sobre la encimera y también reclama la atención.

Lo cierto es que su presencia consigue que deje un poco de lado mis pensamientos, sin embargo, los truenos que suenan de vez en cuando hacen que mi corazón late demasiado rápido y pegue mini saltitos del susto.

Los dos gatos me siguen al salir de la cocina, como si de alguna forma olieran el miedo en mí, como si de alguna forma quisieran ser mis guardaespaldas para protegerme y cuidarme. Cuando lo curioso es que yo estoy ahí para cuidar de ellos.

Es al llegar a las escaleras que llevan a mi cuarto que escucho algo. Un golpe. Me giro y miro entre la montaña de gatos. Tienen una fuerte obsesión por tirar cosas al suelo, no me sorprendería que algún jarrón se haya caído al suelo. Pero no, el sonido se repite, y no se parece en nada a algo roto, sino a un golpe. No es hasta que me armo de valor que empiezo a seguir el ruido. Y me cago en mi existencia cuando veo que proviene de la puerta. Esa puerta que está cerrada, por suerte, con llave, no para de vibrar. Alguien está dando golpes fuertes contra la madera. Y es el momento en el que veo el picaporte moverse un tanto, que la información se registra de una vez en mi cerebro.

Ya está, voy a morir. Alguien va a entrar a robar y me va a atar a una silla o yo que sé. Como le haga algo a los gatos me aseguro de matarle yo antes. No, no y no. Todo va a ir bien. Joder, ¿a quién quiero engañar? No sé ni defenderme de una araña, cómo voy a poder contra un ladrón o asesino.

Me lleno de un valor más falso que los abrigos de piel de mi abuela y miro por la mirilla. Ahogo un grito cuando veo a un hombre tremendamente alto delante de mis narices. Vale, a la mierda la calma. Tengo que defenderme, y está claro que tengo que hacer algo para que el tipo se vaya.

Lo más a mano que tengo es una escoba. Quizás podría clavarle con el palo en sus partes, eso me daría tiempo a empujarle y pedir ayuda.

—No pasa nada gatitos, yo os protejo —les digo a todos aquellos que están mirando en mi dirección.

Agarro bien la escoba, y cuando giro las llaves para abrir la puerta, respiro hondo. Se va a enterar ese matón.

Y es en el instante en el que la puerta ya no nos separa, que suelto un grito de guerra y le pego un escobazo al desconocido.

Santuario Berenice: Un verano gatunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora