Cuando vio por primera vez esos enormes ojos color miel, no le tomó importancia. Gojo dijo que solo tenía que hacerse cargo del niño por un par de horas y que luego volvería por él. Y sin más detalles, el albino se fue tan rápido como llegó, dejando a ese pequeño en la puerta de su apartamento.
Nanami, con su mirada estoica dio un vistazo al pasillo por si alguien había sido testigo de tal acontecimiento, porque no había manera en el mundo que eso realmente estuviera pasando. Debía estar dormido todavía. Pero, por más que parpadeó intentando espantar la somnolencia de su mente, ese curioso niño de pelito casi rosado no desapareció de su presencia.
Cuando llegó a la conclusión de que realmente no estaba soñando, Nanami se preguntó en qué clase de mundo vivía Gojo para pensar que era una buena idea dejar a su cargo a un niño, que en ese momento lo miraba con ojos brillantes y su boquita abierta como si estuviera viendo a su superhéroe favorito.
Nanami masculló una silenciosa maldición antes de cerrar la puerta y dejar al niño allí afuera. Se dirigió al sillón en el salón y se dejó caer allí con cansancio.
Era el primer día de vacaciones que tenía de ese estresante trabajo que realizaba y que poco a poco le succionaba el alma, y él solo quería algo de paz. No tenía idea de cómo Gojo había adivinado que estaba libre, pero definitivamente ese hombre metiche lo había sabido de algún modo. Tal vez debería hablar a la oficina y decir que si un tal Gojo Satoru hablaba, no le dieran ningún tipo de información sobre él.
Se llevó la mano al puente de su nariz y suspiró profundamente hasta que sus músculos se relajaron un poco. Aunque su cabeza punzó anunciando un inminente dolor de cabeza, no pudo negar la satisfacción y la comodidad que embargó a su cuerpo al estar sentando en su sofá. Quién diría que él tenía muebles tan cómodos. Nanami no recuerda haberse sentado allí por tanto tiempo desde que compró su preciado apartamento.
Estaba reflexionando sobre lo poco que disfrutaba de la vida, cuando unos suaves y pequeños toques a su puerta llamaron su atención.
Solo ignóralo, se dijo. Si Satoru iba a volver por el mocoso en un par de horas, no tenía caso que lo dejara entrar. El edificio era seguro y el niño solo tendría que esperar hasta que lo recogieran.
Los toques a la puerta volvieron a sonar, casi tímidos. Nanami se imaginó la pequeña manita regordeta del niño intentando llamar a la puerta y eso casi le sacó una sonrisa. Pero, inmediatamente después de ese pensamiento, frunció el ceño y se puso de pie bruscamente para ir a abrir la puerta.
El niño dio un salto en su lugar cuando la puerta se abrió sorpresivamente. Alzó su cabecita hasta casi irse para atrás, porque Nanami era alto y era obvio que al niño le costaba verlo a la cara. Luego puso la misma expresión asombrada del principio como si se hubiera olvidado que ya había visto al hombre tan solo unos minutos atrás.
—¿Qué quieres? —dijo Nanami con voz seria, sin ningún atisbo de emocionen ella.
El niño no pareció reaccionar sino hasta segundos después, como si la información le hubiera llegado a su cerebro después de mil años luz.
Primero sonrió ampliamente, mostrando unos pequeños dientitos de leche que presumiblemente tenían poco tiempo de haberle salido. Y luego tomó una profunda respiración antes de gritar:
—¡Hoda, shoi Itadodi Yuuji!
Nanami sintió que una vena en su frente se saltaba ante tal chillido.
—Gojo-san dijo eh... Eh... Que tú vash a cuidame —dijo el niño con palabras torpes, haciendo extrañas caritas mientras decía todo eso.
—Quédate allí hasta que venga y no te pasará nada —gruñó Nanami antes de volver a cerrar la puerta. Estuvo a punto de volver a su sitio de reflexión, pero la puerta volvió a sonar—. ¿Qué?