Nanami es bueno con los números. Es probable que ese hecho sea así, en parte, por su naturaleza pragmática y sus enormes ganas por jubilarse jóven, aunque, eso no hace nada para cambiar el significativo disgusto que siente por lo que hace. Más bien, Nanami aborrece cada segundo que pasa metido en esa oficina evaluando la bolsa de valores y vigilando los movimientos que hacen sus compañeros de trabajo. De cualquier manera, es algo que está resignado a hacer, porque forma parte de las cosas que deben hacerse en la vida: nacer, crecer, convertirse en adulto, trabajar hasta morir, y morir. Si es honesto consigo mismo, está un poco (muy) harto de su trabajo.
Había vuelto a sus labores recientemente después de esas mini vacaciones que tomó y tenía un montón de trabajo acumulado qué hacer, porque, aparentemente, él era un genio de los números y su jefe y sus compañeros solo sabían darle más trabajo porque eran unos incompetentes. Hacía más de un año que obtuvo ese ascenso que evidentemente mejoró su calidad de vida (económicamente hablando), pero que, de la misma manera, empeoró su estado de permanente estrés.
Se dejó caer hacia atrás contra el respaldo de la silla, se quitó los lentes y apretó con sus dedos el puente de su nariz. Recordó que también gracias a ese ascenso ahora tenía una silla más cómoda, sin embargo, no estaba seguro de que esas pequeñas cosas compensaran toda la carga negativa que traía consigo.
Estuvo a punto de volver la vista a su computadora para olvidarse de sus pensamientos pesimistas, cuando un pequeño alboroto fuera de su oficina llamó su atención. Estuvo por llamar a Ijichi para comprobar lo que sucedía, pero entonces la puerta se abrió con estrépito y la persona más molesta del planeta y la que menos deseaba ver apareció frente a sus ojos. Ese cabello blanco, esas gafas oscuras y esa ridícula sonrisa que solo le provocaba querer extrangularlo, ese ser del cuál aún no se podía deshacer después de conocerlo en la universidad estaba parado delante de él con esa estúpida sonrisa comemierda.
Gojo sonrió como si supiera la clase de pensamientos que estaba teniendo y luego se acercó despreocupadamente al escritorio del rubio como si fuera dueño de todo el espacio, del mismo modo se dejó caer de manera casual en una de las sillas como si esta le perteneciera.
Ijichi balbuceó varias disculpas y entre todas ellas Nanami entendió que el pobre hombre había intentado detener al intruso, pero este simplemente pasó de él para colarse a la oficina.
—Está bien. —dijo Nanami, aunque realmente no lo estaba—. Puedes retirarte, Ijichi. —sabía que no era su culpa no poder detener al huracán Gojo. Hasta ahora, no había conocido a nadie que fuera capaz de detenerlo.
El pobre hombre hizo una reverencia y salió del lugar pareciendo completamente derrotado y también un poco asustado.
Gojo se inclinó hacia el frente y recargó sus codos sobre la madera mirando a Namani por sobre sus lentes oscuros con una mirada juguetona.
Nanami lo ignoró, se volvió a colocar sus lentes y volvió la vista a sus papeles, no sin antes advertirle:
—Estoy ocupado. Si es otra de tus tonterías será mejor que te largues.
Gojo hizo un ridículo puchero.
—Ah, Na-na-mi. ¿Cuándo te he hecho perder tu tiempo?
—¿Lo quieres en orden alfabético o por fechas?
Gojo soltó una carcajada.
—Eres muy gracioso. Solo vine a dejar un par de regalitos, eso es todo. Están afuera esperándote, así que... —Gojo se puso de pie e hizo un gesto de despedida con su mano.
Nanami frunció el ceño confundido. ¿De verdad eso era todo? ¿Para eso tanto alboroto? No lo creía. Cada vez que Gojo apareció significó problemas. El hombre nunca hizo acto de presencia sin llamar lo suficiente la atención hasta quedar satisfecho. Fue entonces que se levantó apresuradamente para ir tras el albino, pero este cerró la puerta de la oficina con un portazo y, a través de la ventana, lo vio correr con una sonrisa burlona en la cara en dirección del elevador.